PostApocalipsis Nau

Acusmáticos en la misma eternidad

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Ima­gen crea­da uti­lizan­do Inteligen­cia Artif­i­cal (Mid­jour­ney): Prompt: “Acous­mat­ics, Ocean, Time Trav­el, Tachyions, Fig­ure of a Woman”

Via­jas noc­turno en el refle­jo; con el cielo sobre la ven­tana del inter­par­ro­quial que te toca la cien en clave morse impro­visa­da. Al doble de tiem­po, por los caminos veci­nales está la lagu­na. Aden­tro, el para­caí­das se abre, un cam­bio de veloci­dad. En el pecho, el espi­ral arremoli­na las sombras.

Al lle­gar nos habíamos sep­a­ra­do en dos direcciones.

“Un inva­sor del pasa­do es doble­mente descono­ci­do, se entre­ga al absur­do por lo menos dos veces”, se te va la cabeza en un instante exha­l­a­do con la mira­da sobre los árboles des­dibu­ja­dos hacia atrás del camino. Te bajaste antes de lle­gar al pueblo, cam­i­naste por el riel del tren que se pierde entre el kikuyo moja­do, bor­deaste la lagu­na sigu­ien­do las coor­de­nadas has­ta lle­gar a la cabaña. Aden­tro no era muy amplio, habían dos habita­ciones; una esta­ba ocu­pa­da, en la otra te aco­modaste, tres camas ubi­cadas en para­le­lo y un leve siseo de aire en la cor­nisa que movía la per­siana de la ven­tana. La cabaña es de choco­to y car­ri­zo; jus­to lo que nece­sitabas para hac­er tier­ra y acti­var los inhibidores de frecuencias.

El sol era de páramo. Tem­pra­no en la mañana, escaneaste el pen­ta­gra­ma que los mus­gos for­man sobre los cables de luz que pein­a­ban el camino al pueblo, el soft­ware arcaico se descargó lenta­mente en tu dis­pos­i­ti­vo con el códi­go de acce­so a los archivos analógi­cos. Durante la cam­i­na­ta, detec­taste recidi­vas sono­ras en los bor­des más pro­nun­ci­a­dos de la lagu­na, revisas­te los grá­fi­cos en tu dis­pos­i­ti­vo, ”son tritonos”, te sor­prendiste; como un ingre­di­ente de una rec­eta invis­i­ble, tu polar­i­dad activó el códi­go del men­saje, era tu res­piración, el susti­tu­to tri­ton­al para las dom­i­nan­cias que se desplaz­a­ban por el per­fil de la lagu­na, las ondas de vibración se reor­ga­ni­z­a­ban en la pan­talla de tu dis­pos­i­ti­vo. Al instante, la data comen­zó a descar­garse des­de las ten­siones costan­eras, en tu calav­era, se mezclaron el aire limpio con el olor al sol sobre las hojas, tenías las sinap­sis, como rena­cien­do, seguiste el pál­pi­to de la cam­i­na­ta, “la ven­ta­ja de sudar es que evi­ta el ago­b­io de pen­sar por delante de los pasos”, de todas man­eras reflex­ionaste, entre el vaivén de la res­piración, “es inevitable pen­sar”, pien­sas. —La oxi­ge­nación está per­fec­ta a 3.900 mts. de altura, ano­taste en tu bitá­co­ra antes de seguir.

En el pueblo, sorteaste los pocos autos que cir­cu­la­ban por las calles angostas de piedra en el laber­in­to de los vende­dores ambu­lantes cer­canos al cen­tro. Seguiste las coor­de­nadas para lle­gar al mer­ca­do, jus­to ahí de dónde salen y lle­gan los bus­es de las par­ro­quias rurales.—Encontré la llave sin may­or lío, le respondiste al apuro, mien­tras ella se iba en una camione­ta azul por la calle cen­tral. La llave esta­ba atrás del cac­tus de la puer­ta. La noche ante­ri­or ella no esta­ba en la cabaña, pero había recibido instruc­ciones sobre tu llegada.

El primer día comiste en una fon­da del cen­tro del pueblo, regre­saste por la noche. Cuan­do abriste la puer­ta, ella gritó del sus­to, saltó des­de un sil­lón en la sala, no esta­ba acos­tum­bra­da a que alguien entre súbita­mente, había vivi­do sola durante meses en ese lugar, final­mente se dis­culpó entre risas, las lágri­mas en su ros­tro ante­cedían tu lle­ga­da, —¿Cómo te lla­mas?, te pre­gun­tó, —Fugi­ti­vo Con­cur­ri­do, respondiste, —qué raro nom­bre, ella son­rió, —es común de donde ven­go, pen­saste en voz alta, —mi nom­bre es Seren, te extendió la mano. Tras una des­pe­di­da ráp­i­da, ya en tu habitación a puer­ta cer­ra­da, aco­modaste en las dos camas que sobra­ban, el inhibidor de fre­cuen­cias, abriste el mapa analógi­co que con­seguiste en tu primera incur­sión al mer­ca­do, y con mucho cuida­do, lo pusiste a escanear sigu­ien­do las instruc­ciones que recibimos.

“La infan­cia añe­ja bajo la uña de los años”, te dis­per­saste en esos sigu­ientes diez min­u­tos, pens­abas en Aeli­ta, así la llam­abas como a la reina mar­ciana de la pelícu­la de Alek­sán­drovich, tu amante del futuro, de por lo menos 120 años por delante. Chateaste con ella “ayer” y te des­pediste, o sea fue den­tro de 120 años y doce días. Aeli­ta poco adver­tiría tu ausen­cia, para estas situa­ciones, via­jas a la veloci­dad de la som­bra, la luz de su tiem­po es ape­nas más lenta, no notará tu vacío, más tarde te dormiste pen­san­do en ella.

Los primeros tres días pasaron lentos, como nun­ca habrían sido allá de donde vienes. Lle­ga­do el medio día, bus­cabas un lugar para com­er, tratabas de evadir las frit­uras casi sin éxi­to. En los archivos de los tem­p­los locales, pasabas revolvien­do pape­les antigu­os: nom­bres, con­tratos de com­pra y ven­ta, actas de nacimien­to y defun­ción, pos­e­siones efec­ti­vas de heren­cias, par­ti­ciones y repar­ti­ciones, fechas y sig­nos escritos en tin­ta antigua con sel­l­os de todo tipo. La cámara lenta de las horas reg­is­tra­ba en tu dis­pos­i­ti­vo el trán­si­to de la renta de la tier­ra, pequeñas parce­las agrí­co­las y grandes lat­i­fun­dios con­fig­ura­ban la car­tografía de la super­fi­cie como el doble teji­do púr­pu­ra de Hele­na y Argi­va bor­dan­do la urdim­bre del despo­jo. Al atarde­cer, regre­san­do a la cabaña, con­tabas los sigses del camino de sal­i­da del pueblo en direc­ción a la lagu­na. Te daban vuelta en la cabeza tan­tos nom­bres: Poma­l­lac­ta, Hatupun­go, Jumantambo.

Al cuar­to día por la noche, ella vom­ita­ba en el baño cuan­do cruza­ste la puer­ta de la entra­da, después todo pare­ció estar bien, no pre­gun­taste, atrav­es­aste la sala con sig­i­lo y cer­raste la puer­ta de tu habitación. Tu dis­pos­i­ti­vo detec­tó lec­turas de ampli­tudes de oscilación por enci­ma de lo nor­mal. No era fácil enviar la data, al prin­ci­pio le cul­paste al cli­ma ven­toso (aunque no era moti­vo), cal­i­brar la métri­ca espa­cio tem­po­ral se volvió imposi­ble, revisas­te, una y otra vez, todas las conex­iones, aparente­mente esta­ban en per­fec­to esta­do, a pesar de todo, los inhibidores de fre­cuen­cias mar­ca­ban luz verde, así todo, la conex­ión no se restable­ció. Fue en esas horas que perdí comu­ni­cación contigo.

A la mañana sigu­iente las lec­turas en tu dis­pos­i­ti­vo seguían inesta­bles, —Estoy fatal, te dijo Seren antes de salir. Pactaron el almuer­zo en un lugar de comi­da que des­cubriste el día ante­ri­or en las postrimerías del pueblo, allá donde se acaba­ba el empe­dra­do. No parabas de pre­gun­tarte el porqué la noche ante­ri­or esas fluc­tua­ciones elec­tro­mag­néti­cas envolvieron la zona de la cabaña. ¿Será que te detec­taron?, por si las moscas, para ir al pueblo, acti­vaste el oscilador armóni­co en la colum­na de aire más ópti­ma; te trans­portaste como una cuer­da pul­sa­da sobre un dia­pasón invis­i­ble. —Ya pedí el menú con pol­lo, te dijo, lle­gabas atrasa­do ya pasadas las doce. Pen­saste en inter­rog­a­r­la, sin que se dé cuen­ta, a ver si averiguabas algún dato que arro­je una pista sobre la noche ante­ri­or. Comía como desaforada.

—Me gus­ta este pueblo, ¿qué edad tienes?, te pre­gun­tó Seren, movien­do la cuchara con la mano, —30,  respondiste, —no pare­ces, ella bajo la mira­da sobre su pla­to. En real­i­dad ya no sabías qué edad tenías, se suponía que trein­ta. En las instruc­ciones de la mis­ión no había may­or detalle sobre tu iden­ti­dad, menos para entrar en diál­o­gos per­son­ales con el entorno local. Jun­tos, ahí sen­ta­dos, eran como un cas­sette de repro­duc­ción de doble lado, tu tran­scur­so de inter­jec­ción tem­po­ral se repro­ducía de ade­lante hacia atrás, mien­tras que el de ella en direc­ción con­traria. Te pro­pu­so un aje­drez mien­tras comían, accediste casi por abur­rim­ien­to. Sacó una caji­ta llena de fichas apta para los via­jes. “Podía ser la prox­im­i­dad de la lagu­na”, te pre­gunt­abas mien­tras comías casi sin ham­bre. Por la tarde seguiste reg­is­tran­do infor­ma­ción que no podías enviarme. Pasaron tres días sin lograr acti­var la trans­misión, decidiste impro­vis­ar, no qued­a­ba más.

Tras el aje­drez que acom­paña­ba las comi­das, te invadía la sen­sación de exilio com­par­tido, nun­ca te habías queda­do vara­do así. El cielo despe­ja­do cobi­ja­ba la ven­tis­ca de la incer­tidum­bre. A los almuer­zos, casi sin sen­tir, se sumaron las cenas, para entonces habías ya mapea­do el entrevero de la métri­ca espa­cio-tem­po­ral de aque­l­la geografía políti­ca, la mis­ión esta­ba acaba­da, revisas­te una y otra vez todos los dis­pos­i­tivos, desar­maste, varias veces, el oscilador armóni­co, pero nada, todo esta­ba en orden excep­to la comu­ni­cación conmigo.

En la mañana del cuar­to día, recor­riste muy tem­pra­no el per­fil de toda la lagu­na durante tres o cua­tro horas, recopi­laste fluc­tua­ciones armóni­cas; ver­i­fi­cabas inter­va­lo por inter­va­lo cada ten­sión, cada res­o­nan­cia, bus­cabas ras­tros que te pro­por­cio­nen algún indi­cio de que alguien o algo andase sobre tu pista.

Ima­gen crea­da uti­lizan­do Inteligen­cia Artif­i­cal (Mid­jour­ney): Prompt: “Refrac­tion Index, Formula”

Durante el almuer­zo, Seren habla­ba en futuro de su pasa­do. Juga­ba mucho mejor que tú el aje­drez. —¿De qué más se puede hablar sino del pasa­do o del futuro, aunque sean lo más próx­i­mos posi­ble?, le decías, entre un boca­do y otro. Abriste la par­ti­da con tu peón blan­co sobre el tablero en  la casil­la c4. Cerrabas ape­nas los ojos por el con­traluz y mirabas dis­tor­sion­a­dos los cuadros del tablero, te record­a­ban a las estruc­turas antiguas con­stru­idas con rocas polig­o­nales sim­i­lares a las for­mas de los teji­dos celu­lares, vis­tas al micro­sco­pio, las habías detec­ta­do en las ruinas de los pueb­los que habitaron estas tier­ras, lugares que ya fig­ura­ban en los mapas de Ptolomeo. —El cere­bro solo dis­tingue dos tiem­pos, el pasa­do y el pre­sente, el futuro es una con­struc­ción mera­mente gra­mat­i­cal,  Seren habló en tono imper­a­ti­vo y movió su peón negro al casillero e6, —dicen que los Taquiones pueden via­jar al pasa­do, comen­taste, sin que sea ésta una respues­ta, y colo­caste tu peón en la casil­la g3, ella no dijo nada por unos min­u­tos y son­rió, —eso es imposi­ble, nada puede via­jar más rápi­do que la luz y colocó su peón en el cuadro d5, —¿es una aper­tu­ra a la ingle­sa?, le dijiste casi sin pen­sar y moviste tu peón al f2 (para poder sacar tu alfil de man­era diag­o­nal), —se hizo tarde, dijo Seren y casi al uní­sono movió su alfil a la casil­la e7, —de todas for­mas mi tiem­po se ago­ta aquí, te dijo mien­tras paga­ban el almuer­zo, quedó antic­i­pa­do su enroque. Con el estó­ma­go lleno, ambos salieron por las calles angostas del pueblo en direc­ciones diferentes.

En tus coor­de­nadas era la noche, por fin me lle­garon tus men­sajes par­ciales, para entonces te creía muer­to o cau­ti­vo. Esta­ba deses­per­a­da. Cuan­do quise entablar con­ver­sación con­ti­go, la comu­ni­cación se cortó otra vez; regresabas a la cabaña. Mien­tras bor­de­abas la lagu­na tus instru­men­tos detec­taron acus­máti­cos en el con­traste de varias partícu­las ele­men­tales, los nive­les de inter­ac­ción entre tu cam­po neu­ronal y la celosia eran inestables.

Lle­gaste sin saber cómo, más alter­ado de lo que aparentabas. —Pare­ces un gato después de una noche calle­jera, Seren se acer­có a la puer­ta y te ayudó a sen­tarte en una de las buta­cas de la pequeña sala, no record­abas bien cómo lle­gaste. —¿En serio?, respondiste, tu camisa ras­ga­da gote­a­ba san­gre. Los algo­dones mar­rones, con los que te había desin­fec­ta­do las heri­das de la espal­da, se amon­tonaron en el basurero del baño. —Aquí todavía hay cosas por todas partes, bal­buce­abas mien­tras te que­jabas del ardor. Agacha­do, regre­saste a ver, de reo­jo, alrede­dor de la estancia, había un mapa de papel col­ga­do en la pared, ollas en la coci­na, una mesa de cen­tro de sala a con­traluz, jus­to des­de la comisura izquier­da de tu ojo, repos­a­ba una cafetera antigua, libros por ahí, cuader­nos y lápices, en el fon­do un retra­to a medio pin­tar. —De donde yo ven­go casi ya no hay obje­tos, la nor­ma dig­i­tal gob­ier­na la coheren­cia, casi no ten­emos cosas, le dijiste casi dis­culpán­dote o más bien explicán­dote a ti mis­mo en voz alta del porqué de tu tor­peza. —Es peli­groso afer­rarte a las cosas, puedes acabar mime­tizán­dote; sin embar­go, a veces, los obje­tos cus­to­di­an la memo­ria, ya acabé, cám­bi­ate de camisa, dijo Seren. Fuiste a tu habitación, te cam­bi­aste, los instru­men­tos aún no servían, las lec­turas en tu dis­pos­i­ti­vo eran erráti­cas, lle­gaste a la con­clusión de que debías desplazarte y cam­biar de locación si querías restable­cer la comunicación.

Regre­saste a la sala, diste unos pasos a la coci­na, picas­te cebol­la y ajo para el refrito, con otro cuchil­lo fileteaste unos peda­zos de carne, lo úni­co que te qued­a­ba era el tac­to, no había coman­dos pro­gra­ma­dos para gener­ar la comi­da. Seren esta­ba de espal­das en la otra oril­la de la coci­na, dio vuelta y te miró con una jar­ra en las manos, —hice un jugo de Tamarindo, la jar­ra llena con­trasta­ba con su tez blan­ca, —a mi padre le encanta­ba, murió hace un par de años antes de venirme para acá. —¿Es él, el del retra­to?, le pre­gun­taste casi adiv­inan­do la respues­ta, —sí, mira en ese obje­to habi­ta un vín­cu­lo, te respondió con una son­risa mien­tras orden­a­ba algo en la mesa. Te quedaste en silen­cio por un momen­to, te sen­tías flotan­do sobre una bal­sa a la deri­va en medio de una noche apaci­ble. Retomaron la par­ti­da de aje­drez, con el tiem­po casi detenido en las anéc­do­tas que iban y venían, ambos sac­aron sus alfiles, ella no enrocó, tú sí.

En la mañana debías irte lo más pron­to posi­ble a bus­car un lugar más prop­i­cio para restable­cer la comu­ni­cación y poder regre­sar. Lo mejor sería bajar de las mon­tañas para ten­er condi­ciones mete­o­rológ­i­cas más ade­cuadas. Moverte hacia el niv­el del mar; había que hac­er­lo todo analógi­co, sur­car el orden ter­reno, lenta­mente, para no ser detectado.

—Me voy mañana, voy en direc­ción al océano, le dijiste de impro­vi­so, —vamos, me voy con­ti­go, te dijo Seren con sabor a hui­da más que a opor­tu­nidad. Min­u­tos más tarde, las vísceras gob­ern­a­ban su decisión, tild­a­ban el órda­go sobre la caí­da ver­tig­i­nosa del dom­inó de los instantes, en tan­to, guard­a­ba todo frenéti­ca­mente en su mochi­la antes de dormir.

Los bus­es eran de los noven­ta, se movían lento, tenías un puña­do de mon­edas locales en el bol­sil­lo, después de ocho horas de via­je, ambos se bajaron en una bifur­cación cer­ca de un pueblo del litoral, un par de horas antes del des­ti­no final del recor­ri­do, cam­i­naron jalan­do dedo sobre un asfal­to casi der­reti­do por el calor, trata­ban de pil­lar las som­bras de los cei­bos a los lados del camino, Seren se sen­tó bajo la som­bra de un árbol mien­tras tú hacias señas a los autos que pasa­ban. Fueron dos sur­fis­tas quienes los lle­varon en un Toy­ota de mod­e­lo ochen­tero has­ta un pueblo pes­quero al filo de la playa, ambos miraron, con com­pasión e intri­ga, en la Pana Sur, tu silue­ta fuera de foco. Ni tú ni ella acep­taron una pita­da de por­ro que les ofrecieron, Seren habla­ba más que tú, los sur­fis­tas jura­ban que eras extran­jero, pero no supieron bien de dónde.

Al lle­gar, lograron un par de habita­ciones a pre­cio de dos por uno en un hostal muy bara­to, casi vacío, fuera de tem­po­ra­da, en el almuer­zo el pesca­do era fres­co, retomaron la par­ti­da, te toca­ba a ti, moviste tu peón al casillero b3 para reforzar el cen­tro, Seren jugó por su flan­co dere­cho con su peón al casillero a5, y tú jugaste el cabal­lo al c3, —estoy demasi­a­do cansa­do para pon­er aten­ción, juego casi  incon­sciente, hablaste casi sin alien­to por el calor, Seren reforzó su juego en el cen­tro del tablero con su peón a la casil­la c6, —en el incon­sciente no hay tiem­po, todos los tiem­pos son uno, te dijo, —¿y tú como sabes?, pre­gun­taste, —lo leí en una revista, son­rió. De fon­do, son­a­ba en una esquina del restau­rante una roco­la, “músi­ca lati­na le dicen, sue­na igual en todas partes, la músi­ca es un dela­tor del incon­sciente; un streap tease de los refle­jos secre­tos”, pens­abas en voz baja hacién­dote el que cal­cu­la­ba la próx­i­ma juga­da, moviste tu peón al casillero d4, casi por mover, al uní­sono Seren sacó su cabal­lo a la casil­la d7. En oca­ciones un silen­cio por dos casi podría ser una bul­la, pero en este caso era doble­mente silen­cioso como un lunar en neg­a­ti­vo, un pun­to desapercibido. Sacaste tu reina al casillero c2 con sabor a desa­hogo, “si no hay tiem­po ni espa­cio, es sin­cronía pura”, reflex­ion­abas mien­tras comías, parpadeaste y las negras movieron un peón a la casil­la b6, abrien­do paso a su alfil por su derecha, tu mano colocó un peón en el cen­tro sobre el casillero e4 (otro peón en el cen­tro). Ella se lev­an­tó a pedir otra cerveza, hacía una tarde esplén­di­da, durante la noche era indis­pens­able acti­var todos los dis­pos­i­tivos, mien­tras tan­to, ano­taste en la servil­leta algu­nas fras­es que recor­daste de los libros en el pueblo: “Ya sin paga, sin maíz, sin runa-mora, ya sin ham­bre de puro no com­er; solo calav­era, llo­ran­do grani­zo viejo por mejil­las, llegué trayen­do fru­tos de la yun­ga a cua­tro sem­anas de ayuno”.*

Sobre la mesa, quedó, otra vez, en espera la par­ti­da, ambos cuer­pos nadaron, mar aden­tro, como si no hubiera un después, de regre­so estu­vieron una hora en silen­cio acosta­dos sobre la are­na con la mira­da en el cielo has­ta ir por un boca­do de agua, el fre­nesí encon­tró límite en la con­cien­cia de no ten­er con­trol sobre el des­ti­no en esas aguas. Creíste lle­ga­do el fin, así como debe ser, en un momen­to de lo más cotid­i­ano, despro­li­jo y común. No hablaron durante el resto de la tarde, quizá por mutua com­pasión. Por la noche, antes de ir a cenar, conec­taste todos los dis­pos­i­tivos en tu pieza. Sal­iste a cenar, la brisa te cam­ina­ba y no al revés, te susurra­ba el infini­to en tus oídos, el ori­gen de todos los tiem­pos des­de el com­pás de las sombras.

—Qué fuerte sue­na la marea, te dijo Seren sen­ta­da frente a la mesa obser­van­do la par­ti­da incon­clusa, tomaste asien­to, pediste la cena, Seren movió su alfil a la casil­la a6, como si no hubiera tiem­po que perder, ensegui­da moviste tu cabal­lo al casillero d2, las negras ya lo tenían cal­cu­la­do, con­traat­ac­aron con su peón a la casil­la c5. —La causal­i­dad de la marea es un ejem­p­lo de la lin­eal­i­dad de la luz, final­mente es detectable; esta noche nos sal­va de la oblig­a­to­riedad de la músi­ca, comiste un peón negro, Seren lev­an­tó su mira­da del tablero y te dijo, —es como quer­er ir hacia afuera y acabar en una inmer­sión hacia aden­tro, así como el cos­mo­nau­ta de Solaris que via­ja­ba al espa­cio y acabó en el no tiem­po del incon­sciente; sin bus­car via­jes épi­cos de con­quista hero­ica de nuevos mun­dos o el secre­to del ori­gen de la humanidad, como en las pelícu­las de cien­cia fic­ción gringas,  movió su ficha c5 por d4, —la difer­en­cia está en la estrate­gia del via­je, debe ser apa­sion­a­da, respondiste y se cam­biaron los peones centrales.

Más tarde por la madru­ga­da, los dis­pos­i­tivos fun­cionaron per­fec­ta­mente, cal­i­braste los osciladores en masa cuadra­da pos­i­ti­va, ensegui­da me llegó la car­tografía com­ple­ta, por fin estabas lis­to para reunirnos, pero antes fuiste a su habitación, no había nadie. 

***

Acus­máti­cos.

La rotación es del plan­e­ta, me decía a mí mis­ma. El lugar era un delirio lento, espe­so, sucedía casi sin movimien­to, en aguas pro­fun­das, una cámara lenta en rever­sa rega­ba una masa de goma invis­i­ble entre las comisuras de los lagri­males. No se afecta­ba, pasa­ba por momen­tos por una con­tem­plación absorta, por un silen­cio pru­dente, por la dis­tan­cia a secas, pero no, era el espa­cio que se des­menuz­a­ba lenta­mente, se deshi­lach­a­ba en pasos minús­cu­los como la caí­da del sol has­ta el crepús­cu­lo. Era el final de una can­ción que nadie escucha, la som­bra de la som­bra del con­traluz entre una piedra y otra, la mar­ca al rever­so del pla­to del restau­rante. Los días des-pasa­ban lentos con la gravedad aumen­ta­da por la trac­ción de mi impa­cien­cia, me desliz­a­ba por las esquinas cer­ca del Pala­cio, trata­ba de sortear las ron­das de los granaderos. Sin la car­tografía del orden ter­reno del pasa­do solo me qued­a­ba la resisten­cia. Cuan­do se abrió el cono causal, por fin te vi lle­gar, ter­minó la cur­va tem­po­ral cer­ra­da y reco­bré la energía mate­r­i­al, tu mira­da tenía una som­bra. Era el momen­to, había que inten­tar rete­jer otra políti­ca del tiem­po en esta mis­ma eternidad.

*César Dávi­la Andrade, Boletín y Elegía de las Mitas.