Viajas nocturno en el reflejo; con el cielo sobre la ventana del interparroquial que te toca la cien en clave morse improvisada. Al doble de tiempo, por los caminos vecinales está la laguna. Adentro, el paracaídas se abre, un cambio de velocidad. En el pecho, el espiral arremolina las sombras.
Al llegar nos habíamos separado en dos direcciones.
“Un invasor del pasado es doblemente desconocido, se entrega al absurdo por lo menos dos veces”, se te va la cabeza en un instante exhalado con la mirada sobre los árboles desdibujados hacia atrás del camino. Te bajaste antes de llegar al pueblo, caminaste por el riel del tren que se pierde entre el kikuyo mojado, bordeaste la laguna siguiendo las coordenadas hasta llegar a la cabaña. Adentro no era muy amplio, habían dos habitaciones; una estaba ocupada, en la otra te acomodaste, tres camas ubicadas en paralelo y un leve siseo de aire en la cornisa que movía la persiana de la ventana. La cabaña es de chocoto y carrizo; justo lo que necesitabas para hacer tierra y activar los inhibidores de frecuencias.
El sol era de páramo. Temprano en la mañana, escaneaste el pentagrama que los musgos forman sobre los cables de luz que peinaban el camino al pueblo, el software arcaico se descargó lentamente en tu dispositivo con el código de acceso a los archivos analógicos. Durante la caminata, detectaste recidivas sonoras en los bordes más pronunciados de la laguna, revisaste los gráficos en tu dispositivo, ”son tritonos”, te sorprendiste; como un ingrediente de una receta invisible, tu polaridad activó el código del mensaje, era tu respiración, el sustituto tritonal para las dominancias que se desplazaban por el perfil de la laguna, las ondas de vibración se reorganizaban en la pantalla de tu dispositivo. Al instante, la data comenzó a descargarse desde las tensiones costaneras, en tu calavera, se mezclaron el aire limpio con el olor al sol sobre las hojas, tenías las sinapsis, como renaciendo, seguiste el pálpito de la caminata, “la ventaja de sudar es que evita el agobio de pensar por delante de los pasos”, de todas maneras reflexionaste, entre el vaivén de la respiración, “es inevitable pensar”, piensas. —La oxigenación está perfecta a 3.900 mts. de altura, anotaste en tu bitácora antes de seguir.
En el pueblo, sorteaste los pocos autos que circulaban por las calles angostas de piedra en el laberinto de los vendedores ambulantes cercanos al centro. Seguiste las coordenadas para llegar al mercado, justo ahí de dónde salen y llegan los buses de las parroquias rurales.—Encontré la llave sin mayor lío, le respondiste al apuro, mientras ella se iba en una camioneta azul por la calle central. La llave estaba atrás del cactus de la puerta. La noche anterior ella no estaba en la cabaña, pero había recibido instrucciones sobre tu llegada.
El primer día comiste en una fonda del centro del pueblo, regresaste por la noche. Cuando abriste la puerta, ella gritó del susto, saltó desde un sillón en la sala, no estaba acostumbrada a que alguien entre súbitamente, había vivido sola durante meses en ese lugar, finalmente se disculpó entre risas, las lágrimas en su rostro antecedían tu llegada, —¿Cómo te llamas?, te preguntó, —Fugitivo Concurrido, respondiste, —qué raro nombre, ella sonrió, —es común de donde vengo, pensaste en voz alta, —mi nombre es Seren, te extendió la mano. Tras una despedida rápida, ya en tu habitación a puerta cerrada, acomodaste en las dos camas que sobraban, el inhibidor de frecuencias, abriste el mapa analógico que conseguiste en tu primera incursión al mercado, y con mucho cuidado, lo pusiste a escanear siguiendo las instrucciones que recibimos.
“La infancia añeja bajo la uña de los años”, te dispersaste en esos siguientes diez minutos, pensabas en Aelita, así la llamabas como a la reina marciana de la película de Aleksándrovich, tu amante del futuro, de por lo menos 120 años por delante. Chateaste con ella “ayer” y te despediste, o sea fue dentro de 120 años y doce días. Aelita poco advertiría tu ausencia, para estas situaciones, viajas a la velocidad de la sombra, la luz de su tiempo es apenas más lenta, no notará tu vacío, más tarde te dormiste pensando en ella.
Los primeros tres días pasaron lentos, como nunca habrían sido allá de donde vienes. Llegado el medio día, buscabas un lugar para comer, tratabas de evadir las frituras casi sin éxito. En los archivos de los templos locales, pasabas revolviendo papeles antiguos: nombres, contratos de compra y venta, actas de nacimiento y defunción, posesiones efectivas de herencias, particiones y reparticiones, fechas y signos escritos en tinta antigua con sellos de todo tipo. La cámara lenta de las horas registraba en tu dispositivo el tránsito de la renta de la tierra, pequeñas parcelas agrícolas y grandes latifundios configuraban la cartografía de la superficie como el doble tejido púrpura de Helena y Argiva bordando la urdimbre del despojo. Al atardecer, regresando a la cabaña, contabas los sigses del camino de salida del pueblo en dirección a la laguna. Te daban vuelta en la cabeza tantos nombres: Pomallacta, Hatupungo, Jumantambo.
Al cuarto día por la noche, ella vomitaba en el baño cuando cruzaste la puerta de la entrada, después todo pareció estar bien, no preguntaste, atravesaste la sala con sigilo y cerraste la puerta de tu habitación. Tu dispositivo detectó lecturas de amplitudes de oscilación por encima de lo normal. No era fácil enviar la data, al principio le culpaste al clima ventoso (aunque no era motivo), calibrar la métrica espacio temporal se volvió imposible, revisaste, una y otra vez, todas las conexiones, aparentemente estaban en perfecto estado, a pesar de todo, los inhibidores de frecuencias marcaban luz verde, así todo, la conexión no se restableció. Fue en esas horas que perdí comunicación contigo.
A la mañana siguiente las lecturas en tu dispositivo seguían inestables, —Estoy fatal, te dijo Seren antes de salir. Pactaron el almuerzo en un lugar de comida que descubriste el día anterior en las postrimerías del pueblo, allá donde se acababa el empedrado. No parabas de preguntarte el porqué la noche anterior esas fluctuaciones electromagnéticas envolvieron la zona de la cabaña. ¿Será que te detectaron?, por si las moscas, para ir al pueblo, activaste el oscilador armónico en la columna de aire más óptima; te transportaste como una cuerda pulsada sobre un diapasón invisible. —Ya pedí el menú con pollo, te dijo, llegabas atrasado ya pasadas las doce. Pensaste en interrogarla, sin que se dé cuenta, a ver si averiguabas algún dato que arroje una pista sobre la noche anterior. Comía como desaforada.
—Me gusta este pueblo, ¿qué edad tienes?, te preguntó Seren, moviendo la cuchara con la mano, —30, respondiste, —no pareces, ella bajo la mirada sobre su plato. En realidad ya no sabías qué edad tenías, se suponía que treinta. En las instrucciones de la misión no había mayor detalle sobre tu identidad, menos para entrar en diálogos personales con el entorno local. Juntos, ahí sentados, eran como un cassette de reproducción de doble lado, tu transcurso de interjección temporal se reproducía de adelante hacia atrás, mientras que el de ella en dirección contraria. Te propuso un ajedrez mientras comían, accediste casi por aburrimiento. Sacó una cajita llena de fichas apta para los viajes. “Podía ser la proximidad de la laguna”, te preguntabas mientras comías casi sin hambre. Por la tarde seguiste registrando información que no podías enviarme. Pasaron tres días sin lograr activar la transmisión, decidiste improvisar, no quedaba más.
Tras el ajedrez que acompañaba las comidas, te invadía la sensación de exilio compartido, nunca te habías quedado varado así. El cielo despejado cobijaba la ventisca de la incertidumbre. A los almuerzos, casi sin sentir, se sumaron las cenas, para entonces habías ya mapeado el entrevero de la métrica espacio-temporal de aquella geografía política, la misión estaba acabada, revisaste una y otra vez todos los dispositivos, desarmaste, varias veces, el oscilador armónico, pero nada, todo estaba en orden excepto la comunicación conmigo.
En la mañana del cuarto día, recorriste muy temprano el perfil de toda la laguna durante tres o cuatro horas, recopilaste fluctuaciones armónicas; verificabas intervalo por intervalo cada tensión, cada resonancia, buscabas rastros que te proporcionen algún indicio de que alguien o algo andase sobre tu pista.
Durante el almuerzo, Seren hablaba en futuro de su pasado. Jugaba mucho mejor que tú el ajedrez. —¿De qué más se puede hablar sino del pasado o del futuro, aunque sean lo más próximos posible?, le decías, entre un bocado y otro. Abriste la partida con tu peón blanco sobre el tablero en la casilla c4. Cerrabas apenas los ojos por el contraluz y mirabas distorsionados los cuadros del tablero, te recordaban a las estructuras antiguas construidas con rocas poligonales similares a las formas de los tejidos celulares, vistas al microscopio, las habías detectado en las ruinas de los pueblos que habitaron estas tierras, lugares que ya figuraban en los mapas de Ptolomeo. —El cerebro solo distingue dos tiempos, el pasado y el presente, el futuro es una construcción meramente gramatical, Seren habló en tono imperativo y movió su peón negro al casillero e6, —dicen que los Taquiones pueden viajar al pasado, comentaste, sin que sea ésta una respuesta, y colocaste tu peón en la casilla g3, ella no dijo nada por unos minutos y sonrió, —eso es imposible, nada puede viajar más rápido que la luz y colocó su peón en el cuadro d5, —¿es una apertura a la inglesa?, le dijiste casi sin pensar y moviste tu peón al f2 (para poder sacar tu alfil de manera diagonal), —se hizo tarde, dijo Seren y casi al unísono movió su alfil a la casilla e7, —de todas formas mi tiempo se agota aquí, te dijo mientras pagaban el almuerzo, quedó anticipado su enroque. Con el estómago lleno, ambos salieron por las calles angostas del pueblo en direcciones diferentes.
En tus coordenadas era la noche, por fin me llegaron tus mensajes parciales, para entonces te creía muerto o cautivo. Estaba desesperada. Cuando quise entablar conversación contigo, la comunicación se cortó otra vez; regresabas a la cabaña. Mientras bordeabas la laguna tus instrumentos detectaron acusmáticos en el contraste de varias partículas elementales, los niveles de interacción entre tu campo neuronal y la celosia eran inestables.
Llegaste sin saber cómo, más alterado de lo que aparentabas. —Pareces un gato después de una noche callejera, Seren se acercó a la puerta y te ayudó a sentarte en una de las butacas de la pequeña sala, no recordabas bien cómo llegaste. —¿En serio?, respondiste, tu camisa rasgada goteaba sangre. Los algodones marrones, con los que te había desinfectado las heridas de la espalda, se amontonaron en el basurero del baño. —Aquí todavía hay cosas por todas partes, balbuceabas mientras te quejabas del ardor. Agachado, regresaste a ver, de reojo, alrededor de la estancia, había un mapa de papel colgado en la pared, ollas en la cocina, una mesa de centro de sala a contraluz, justo desde la comisura izquierda de tu ojo, reposaba una cafetera antigua, libros por ahí, cuadernos y lápices, en el fondo un retrato a medio pintar. —De donde yo vengo casi ya no hay objetos, la norma digital gobierna la coherencia, casi no tenemos cosas, le dijiste casi disculpándote o más bien explicándote a ti mismo en voz alta del porqué de tu torpeza. —Es peligroso aferrarte a las cosas, puedes acabar mimetizándote; sin embargo, a veces, los objetos custodian la memoria, ya acabé, cámbiate de camisa, dijo Seren. Fuiste a tu habitación, te cambiaste, los instrumentos aún no servían, las lecturas en tu dispositivo eran erráticas, llegaste a la conclusión de que debías desplazarte y cambiar de locación si querías restablecer la comunicación.
Regresaste a la sala, diste unos pasos a la cocina, picaste cebolla y ajo para el refrito, con otro cuchillo fileteaste unos pedazos de carne, lo único que te quedaba era el tacto, no había comandos programados para generar la comida. Seren estaba de espaldas en la otra orilla de la cocina, dio vuelta y te miró con una jarra en las manos, —hice un jugo de Tamarindo, la jarra llena contrastaba con su tez blanca, —a mi padre le encantaba, murió hace un par de años antes de venirme para acá. —¿Es él, el del retrato?, le preguntaste casi adivinando la respuesta, —sí, mira en ese objeto habita un vínculo, te respondió con una sonrisa mientras ordenaba algo en la mesa. Te quedaste en silencio por un momento, te sentías flotando sobre una balsa a la deriva en medio de una noche apacible. Retomaron la partida de ajedrez, con el tiempo casi detenido en las anécdotas que iban y venían, ambos sacaron sus alfiles, ella no enrocó, tú sí.
En la mañana debías irte lo más pronto posible a buscar un lugar más propicio para restablecer la comunicación y poder regresar. Lo mejor sería bajar de las montañas para tener condiciones meteorológicas más adecuadas. Moverte hacia el nivel del mar; había que hacerlo todo analógico, surcar el orden terreno, lentamente, para no ser detectado.
—Me voy mañana, voy en dirección al océano, le dijiste de improviso, —vamos, me voy contigo, te dijo Seren con sabor a huida más que a oportunidad. Minutos más tarde, las vísceras gobernaban su decisión, tildaban el órdago sobre la caída vertiginosa del dominó de los instantes, en tanto, guardaba todo frenéticamente en su mochila antes de dormir.
Los buses eran de los noventa, se movían lento, tenías un puñado de monedas locales en el bolsillo, después de ocho horas de viaje, ambos se bajaron en una bifurcación cerca de un pueblo del litoral, un par de horas antes del destino final del recorrido, caminaron jalando dedo sobre un asfalto casi derretido por el calor, trataban de pillar las sombras de los ceibos a los lados del camino, Seren se sentó bajo la sombra de un árbol mientras tú hacias señas a los autos que pasaban. Fueron dos surfistas quienes los llevaron en un Toyota de modelo ochentero hasta un pueblo pesquero al filo de la playa, ambos miraron, con compasión e intriga, en la Pana Sur, tu silueta fuera de foco. Ni tú ni ella aceptaron una pitada de porro que les ofrecieron, Seren hablaba más que tú, los surfistas juraban que eras extranjero, pero no supieron bien de dónde.
Al llegar, lograron un par de habitaciones a precio de dos por uno en un hostal muy barato, casi vacío, fuera de temporada, en el almuerzo el pescado era fresco, retomaron la partida, te tocaba a ti, moviste tu peón al casillero b3 para reforzar el centro, Seren jugó por su flanco derecho con su peón al casillero a5, y tú jugaste el caballo al c3, —estoy demasiado cansado para poner atención, juego casi inconsciente, hablaste casi sin aliento por el calor, Seren reforzó su juego en el centro del tablero con su peón a la casilla c6, —en el inconsciente no hay tiempo, todos los tiempos son uno, te dijo, —¿y tú como sabes?, preguntaste, —lo leí en una revista, sonrió. De fondo, sonaba en una esquina del restaurante una rocola, “música latina le dicen, suena igual en todas partes, la música es un delator del inconsciente; un streap tease de los reflejos secretos”, pensabas en voz baja haciéndote el que calculaba la próxima jugada, moviste tu peón al casillero d4, casi por mover, al unísono Seren sacó su caballo a la casilla d7. En ocaciones un silencio por dos casi podría ser una bulla, pero en este caso era doblemente silencioso como un lunar en negativo, un punto desapercibido. Sacaste tu reina al casillero c2 con sabor a desahogo, “si no hay tiempo ni espacio, es sincronía pura”, reflexionabas mientras comías, parpadeaste y las negras movieron un peón a la casilla b6, abriendo paso a su alfil por su derecha, tu mano colocó un peón en el centro sobre el casillero e4 (otro peón en el centro). Ella se levantó a pedir otra cerveza, hacía una tarde espléndida, durante la noche era indispensable activar todos los dispositivos, mientras tanto, anotaste en la servilleta algunas frases que recordaste de los libros en el pueblo: “Ya sin paga, sin maíz, sin runa-mora, ya sin hambre de puro no comer; solo calavera, llorando granizo viejo por mejillas, llegué trayendo frutos de la yunga a cuatro semanas de ayuno”.*
Sobre la mesa, quedó, otra vez, en espera la partida, ambos cuerpos nadaron, mar adentro, como si no hubiera un después, de regreso estuvieron una hora en silencio acostados sobre la arena con la mirada en el cielo hasta ir por un bocado de agua, el frenesí encontró límite en la conciencia de no tener control sobre el destino en esas aguas. Creíste llegado el fin, así como debe ser, en un momento de lo más cotidiano, desprolijo y común. No hablaron durante el resto de la tarde, quizá por mutua compasión. Por la noche, antes de ir a cenar, conectaste todos los dispositivos en tu pieza. Saliste a cenar, la brisa te caminaba y no al revés, te susurraba el infinito en tus oídos, el origen de todos los tiempos desde el compás de las sombras.
—Qué fuerte suena la marea, te dijo Seren sentada frente a la mesa observando la partida inconclusa, tomaste asiento, pediste la cena, Seren movió su alfil a la casilla a6, como si no hubiera tiempo que perder, enseguida moviste tu caballo al casillero d2, las negras ya lo tenían calculado, contraatacaron con su peón a la casilla c5. —La causalidad de la marea es un ejemplo de la linealidad de la luz, finalmente es detectable; esta noche nos salva de la obligatoriedad de la música, comiste un peón negro, Seren levantó su mirada del tablero y te dijo, —es como querer ir hacia afuera y acabar en una inmersión hacia adentro, así como el cosmonauta de Solaris que viajaba al espacio y acabó en el no tiempo del inconsciente; sin buscar viajes épicos de conquista heroica de nuevos mundos o el secreto del origen de la humanidad, como en las películas de ciencia ficción gringas, movió su ficha c5 por d4, —la diferencia está en la estrategia del viaje, debe ser apasionada, respondiste y se cambiaron los peones centrales.
Más tarde por la madrugada, los dispositivos funcionaron perfectamente, calibraste los osciladores en masa cuadrada positiva, enseguida me llegó la cartografía completa, por fin estabas listo para reunirnos, pero antes fuiste a su habitación, no había nadie.
***
Acusmáticos.
La rotación es del planeta, me decía a mí misma. El lugar era un delirio lento, espeso, sucedía casi sin movimiento, en aguas profundas, una cámara lenta en reversa regaba una masa de goma invisible entre las comisuras de los lagrimales. No se afectaba, pasaba por momentos por una contemplación absorta, por un silencio prudente, por la distancia a secas, pero no, era el espacio que se desmenuzaba lentamente, se deshilachaba en pasos minúsculos como la caída del sol hasta el crepúsculo. Era el final de una canción que nadie escucha, la sombra de la sombra del contraluz entre una piedra y otra, la marca al reverso del plato del restaurante. Los días des-pasaban lentos con la gravedad aumentada por la tracción de mi impaciencia, me deslizaba por las esquinas cerca del Palacio, trataba de sortear las rondas de los granaderos. Sin la cartografía del orden terreno del pasado solo me quedaba la resistencia. Cuando se abrió el cono causal, por fin te vi llegar, terminó la curva temporal cerrada y recobré la energía material, tu mirada tenía una sombra. Era el momento, había que intentar retejer otra política del tiempo en esta misma eternidad.
*César Dávila Andrade, Boletín y Elegía de las Mitas.