PostApocalipsis Nau

Tonta muerte, mi compañera de juegos

—Poesía de Jorge A. Gómez V.—

—Ilus­tra­ciones de Lino.— 

 

Ocul­tar a los muer­tos, escon­der la cica­triz para lla­mar a las gar­ras, el rugi­do con­ge­la­do en la gar­gan­ta, ese peso que se cree haber deja­do atrás, arreme­ten en la poesía de Jorge A. Gómez V. (Quito, 1984). Matri­o­ta pre­sen­ta una selec­ción de Ton­ta muerte, mi com­pañera de jue­gos (Línea Imag­i­nar­ia, Quito, 2023), su últi­mo libro.

«A oril­las del amor, del mar, de la mañana, en la are­na caliente, tem­blante de blan­cu­ra, cada uno es un fru­to madu­ran­do su muerte». Idea Vilar­iño

Juguete apuñalado

Después de unos cuan­tos años

de haber aban­don­a­do el nido

para irme a jugar,

con aquel cán­taro que antaño

había sido mi cuerpo,

volví a pis­ar la habitación

que mamá me había preparado

antes de partir. 

 

Encon­tré todo en el mis­mo lugar,

orde­na­do y sin ras­tros de pol­vo o de uso:

la vida, dispuesta,

como un man­tel que cubría la mesa,

esti­ra­da has­ta los bordes.

Una luz obscena

que entra­ba por cualquier rendija

y se despar­ram­a­ba por los rincones.

Y tam­bién

mis hue­sos lustra­dos, sobre la cama,

jun­to a mi antigua colección

de girones y cachi­tos de carne. 

 

Pero, sobre todo,

esta­ban allí esas ganas pendejas

de arran­car las paredes,

para con­tin­uar arrastrándome. 

 

Dos episodios

I

Esta mañana la volví a ver,

la niña cam­ina­ba por el patio

con pasos cortos,

casi mil­imétri­cos,

mien­tras la hier­ba amarillenta

se der­rum­ba­ba bajo sus pies. 

 

Des­cubrí que mirar

lo que amamos, a solas,

es como tratar de describir la frontera

que existe entre una flor y su abeja. 

 

II

Des­de siem­pre he esta­do den­tro de ti,

res­pi­ran­do en este mar de sudor,

bajo los dilu­vios de tus dedos,

ahoga­do en las som­bras de mis manos. 

 

Han sido tan­tos años de contemplarnos

sin tocarnos

y, de repente, en el abri­go secreto

que se prodi­gan los viejos conocidos,

por fin nos hemos convertido

en los últi­mos ras­tros de piel

sobre el pavimento. 

 

Bail­am­os jun­tos, pegaditos

y esta­mos a pun­to de estal­lar, descascarados.

Te lo juro. Ya no puedo esper­ar más

para largar­nos de aquí. 

 

Tánatos frente al espejo

Creo que está encantada

con­si­go misma,

más que con cualquiera de sus admiradores,

más que con las últi­mas deci­siones gubernamentales,

mucho más que con un grupo de policías

hal­lan­do un cadáver suculento

enter­ra­do en la maleza.

Está ver­dadera­mente encantada,

Parece que está rozagante,

encan­tadísi­ma. 

 

Otro bombazo en Europa

«Como una mano que en el instante de la muerte y del naufragio/se lev­an­ta al modo de los rayos del sol poniente, así surgen/por todas partes tus miradas». Robert Desnos

 

Un con­ti­nente entero

se ha desvanecido,

en ple­na temporada

de cupones de la suerte,

se lo ha llevado

la brisa sola

de las man­i­festa­ciones soterradas:

una reme­sa empachada

de cre­dos inacabados

y guer­ras a las que aún

no hemos puesto nombre. 

 

Infinitivo progresivo de un planeta tercermundista

«Cul­ti­va tu mis­e­ria, / hazla per­durable, /aliméntate de su savia, / envuél­vete en el man­to teji­do con sus más secre­tos hilos». Álvaro Mutis

 

Perder el pasaporte

en un aerop­uer­to a medianoche,

extraviar de un plumazo

un nom­bre, una per­sona, una dirección,

 

dejar a un lado diez años de relación,

renun­ciar a un hijo o a una casa con goteras

para que se hun­dan des­de sus cimientos,

 

mon­tarse en el auto de un extraño

y verse, de pronto,

en el retro­vi­sor, empequeñecido,

aban­don­a­do a la suerte

como un per­ro a medio atropellar. 

 

Des­pre­ciar cualquier huel­la aje­na al cuerpo,

doble­gar el recuer­do de un cadáver o de un amante,

has­ta que deje de ser rubor

y se eri­ja como una mon­taña de aire fresco. 

 

Ali­men­tar el vacío que produce

la sen­sación de no haber sostenido nunca

un reloj que no parpadeara,

igno­rar la angus­tia de saberse observado,

dejar pasar esa moles­ta picazón

que nos hormiguea entre los dedos. 

 

La marea es una epidemia.

Los ríos nacen y mueren en la boca.

La noche se acues­ta en el caño.

Los ros­tros que nos derriten

describen parábo­las en el hipotálamo.

Nosotros no bus­camos un lugar en donde bailar,

solo un espa­cio en donde calzar.

Asfix­i­a­dos. 

 

Apre­taos los unos a los otros,

como yo os sofoqué. 

 

Zur­cir las venas con his­to­ri­etas urbanas

y leyen­das de alcoba,

zan­jar la suma de los flu­jos de pensamiento

recitan­do consignas en un altavoz,

como si siem­pre estu­viéramos prendados

de la sali­va ajena. 

 

Sumarnos entre todos

restando el ter­ri­to­rio ajeno,

ése que no parece mundo,

sino som­bra de la sombra,

espi­gas desam­para­das de maíz cocinado,

per­las sucias cayendo

sobre un mar traslúcido. 

 

Los campesinos

se siguen ven­di­en­do como resid­uo de forraje.

Los éxo­dos ya no son dig­nos de registro.

Hay tran­si­s­tores que enve­jecieron en los botaderos

año­ran­do matar la distancia,

pero nada es peor que este infan­til­is­mo amanerado

ajustán­donos las entrañas. 

 

Quien no vive quiere descansar.

Quien vive a medias quiere dar catecismo.

Quien ape­nas nace bus­ca zapatear.

Quien osa presentarse,

como extran­jero en un país extranjero,

ter­mi­na rodan­do por una pendiente,

degol­la­do. 

 

Es fácil ver por qué estás orbitando,

despren­di­do de tu eje. 

 

Uno se acos­tum­bra a escucharse tanto,

creyen­do que no oye nada.

Y por eso mismo,

dejamos de com­pon­er men­sajes indescifrables,

aban­don­amos la melodía del telé­grafo, las señales de humo,

las car­tas de amor que solían tran­si­tar bajo la mesa.

Y vemos

solo el ras­tro del agua. 

 

Nun­ca entendi­mos qué mis­mo era

lo que acari­cia­ba las rocas,

qué man­to azu­la­do gob­ern­a­ba los bosques húmedos,

qué reglas tan pre­cisas nos guia­ban hacia este holocausto. 

 

Soy el vehículo

para que cosas aje­nas a mí

sucedan. 

 

¿Por qué pre­ocu­parse por el presente,

el ham­bre, la mis­e­ria o los reci­bos de luz,

si el por­venir ya está comprometido? 

 

Un motín en cada prisión

Ilus­tra­ciones de Lino.

 

Mil usos para el cuerpo

y, en cada una de sus recámaras,

una tur­ba de aguafi­es­tas deposita

la lev­itación redentora

del goce exegeta. 

 

Doscien­tos tipos de sudor humano,

haci­na­dos entre el techo y el asfalto

y la inclemente llu­via de baba tibia

de los diar­ios, las radios y las pan­tallas líquidas

alien­ta la cer­razón intocable. 

 

Ningu­na clase de hoguera

avi­va la lec­tura de un adiós

planea­do entre las hojas

de un cuader­no infantil. 

 

Jamás, en ningu­na época como en esta,

se empezó a morir con la mis­ma celeridad

con la que se que­man los veranos. 

 

Así las noches y su inevitable caricia

sobre el ojo de la cer­radu­ra que vela

por la seguri­dad de los reos sodomitas

y así tam­bién los jar­dines páli­dos del vicio

tiñen­do las calles con raíces incandescentes. 

 

Así las his­to­rias recor­dadas a medias.

Así las glo­ri­etas rel­lenas con inagota­bles depósi­tos de cráneos,

pan­pol­vo y yeso.

Así la cabal­ler­iza abandonada

de los plan­e­tas excrementados. 

 

Nun­ca una lista de propósitos

arro­ja­da en una foga­ta blanca.

Nun­ca una lla­ma verdadera,

una que devore el hue­so del mapa estelar

o escu­pa aliv­io sobre el insa­cia­ble aguamar

de los vien­tos tropicales. 

 

Nun­ca el puer­to vadea­do por las ojeras

de los que nun­ca se han ido.

Siem­pre el tiem­po cince­la­do con pal­abras apacibles

y láp­i­das blandas. 

 

Son del sepulcro

Quiero mujeres

como bumer­anes,

pier­nas alineadas

como cam­pos de trigo,

ojos como platos

y las huel­las sinuosas

de sus finos lomos. 

 

Quiero estandartes

y agua de cañaveral,

cemente­rios frondosos,

asfal­to oceánico,

aire y pedruscos,

dis­cur­sos que se expandan

como pol­vo de ladrillo. 

 

Quiero un abrigo,

un can­to

que no decrezca 

 

ni con el negro almidón

de mis puños. 

 

Ars Mori

Cómo brotan, cómo nacen las pal­abras, como cre­cen los 

poe­mas, pare­cen heri­das abiertas,

vetas infini­tas de penurias y mal­os recuer­dos, cómo caen, 

cómo se arro­jan al abismo,

cómo flotan desvali­dos, sin regueros, sin ras­tros de pólvora,

sin esca­mas que los ilu­mi­nen en su llana sepultura. 

 

Por­ta­da de Ton­ta muerte, mi com­pañera de jue­gos (Línea imag­i­nar­ia, Quito, 2023)