“¿En qué metro decir cómo
Se te adquiere cómo restas cómo aumentas
Cómo menguas matas y te vas?”
Paco Benavides
―Como mujercita grande, soltó Rita.
Tomás no vio el bache, creía que su esposa seguía dormida, al subirse ella reclinó el asiento, se recostó y cerró los ojos. Vuelven de una cena navideña en casa de los Mezquida a la que no tenía ganas de ir.
—El Tomás se mete full pastelas, por eso es tan lento, de las risotadas que Rita desataba en la mesa; él se escudaba tras el vaso que Rubén, su anfitrión, llenaba. Entonces sí me revisó el celular antes de salir, en el trayecto a Lumbisí estuvo callada.
En el cuarto de juegos, con los de siempre, la conversación derivó al incendio de la casa de Garmendia, según Rubén, las piezas más valiosas ya estaban fuera del país:
—Pero la más importante sigue aquí, agregó Rubén —, aparece en los videos de los que se tomaron la Iglesia del Barco cuando leen sus comunicados.
Por la tarde, al cerrar su última clase antes de las vacaciones, anunció que volverían a las clases presenciales, al eros cognoscente de las aulas. Robles (“Su pensamiento no se ovilla en lo lateral”, comentó Tomás en su última monografía), no apagó el micrófono para decir: “Qué pereza verle a este ladrón de gallinas”. Toda la clase lo escuchó, Robles no se desconectó, ni se excusó; el final de la clase se avivó con una discusión entre los pocos que intervienen siempre, sus preferidos, sobre las ventajas de la virtualidad, como si él no estuviera. La mayoría se desconectó sin decir nada. Cómo deseaba colarse de incógnito a sus grupos de chat, pelearse con ellos, demostrarles que no es ese bicho reptante tras las botas; que conoce mejor la obra de Sadin, de Hui, de MacKinnon, que citan para impresionarlo. Que sus ideas sobre Constitucionalismo, sobre estado de excepción, derecho penal del enemigo coinciden con las de ellos; pero los engranajes, siempre largos y afilados, dejan romo cada propósito ¿Cómo cercenarlos?, preguntaba en clase, los avatares titilaban antes de perderse en la nada.
Al fin una tarde libre: “¿Vamos por unos tragos al Steed?”, le mensajeó a Jenny; pero recibió una notificación de su excelencia, otro plenario largo y tedioso. Con tardanza aparecieron en línea sólo dos jueces; su excelencia, que convocó la reunión a última hora, nunca apareció, no hubo quórum. Jenny no contestaba, iba directo al buzón (¿se enojó por lo que dije sobre su tesis del ius jurídico en la autonomía de las comunidades de Puellaro?). Asegurándose que la cámara y el micrófono estén apagados, le dio de puñetazos al teclado, al escritorio; por qué no los dejé en visto, si siempre rechazan mis mociones. No pudo escabullirse de ir de compras con Rita, ella dudaba entre un perfume o un abrigo para su suegra, a la que casi nunca ve, como a sus hijos; guardó la factura sin ver el precio, volvieron con la cajuela a reventar.
Tomás rechazó la llamada en la pantalla del auto, Rita vio que era Jenny.
―Antes, la bomba sexy del derecho ambiental —vociferó Rita—, hoy, la perra de la poesía y los estudios culturales.
La discusión que antecede a otra de sus separaciones, Rita fingirá que lo estaba esperando, Tomás suplicará para volver.
―¿Para qué te llama esa cojuda? Rita se rio — Estás gordo, sudas como cerdo y no se te para cuando quieres coger.
Faltaban tres cuadras para llegar, desde el final de la calle una camioneta vino de frente hacia ellos, invadió su carril, con las luces apagadas, sobre el capot lleva un parlante con las luces destellando al ritmo de la música, está repleta de gente saltando en el balde. La camioneta recupera su carril abruptamente, escorándose por el peso, cuando pasan a lado del auto de Tomás, ve a una cabeza caer delante de su luz delantera izquierda, siente el golpe contra el parachoques, la llanta delantera le pasa por encima. No alcanza a frenar, tampoco a dar un volantazo. Acelera, apaga las luces, al doblar frente al portón de su casa, ve por el retrovisor a un cuerpo rodando sobre el asfalto. La camioneta acelera, hacen gestos desde el balde, la camioneta se detiene y retrocede. Tomás frena a raya delante del portón, aplasta el botón de la puerta automática.
—Tenía una botella en la mano, dijo Rita.
Estacionó al lado del Jeep de su mujer, ella se bajó con un portazo, señal de que no puede quedarse.
Enciende las luces del garaje, revisa el carro, los faros están bien, el neblinero izquierdo debajo del faro está roto, el guardabarros está atravesado por un tajo, gotea un líquido espeso, huele a aguardiente; se agacha con la linterna, no encuentra rastros de sangre, pero sí restos de vidrio en las llantas.
***
Fabio baja la lanfor de la cafetería, unas botas le erizaron la nuca. Flanqueando a una chica de pelo suelto y castaño, Max y Kaiju van directo a él, se agachó tapándose la cabeza. Adentro, Kaiju puso una Tablet con la pantalla trizada sobre la barra.
—Es un catafracto de la segunda cruzada, dijo Max —, está autenticado, Garmendia lo tenía en su colección personal. El depósito en sus cuentas en Dubái fue por unas piezas kitu cara que sacó de las excavaciones de la estación San Francisco del Metro, el que más pujó fue un sexyniño que cría halcones, escribe suratas, atraca su velero en la isla de Saadiyat. El resto de piezas se las guardó para que lo quememos con ellas.
—No hay comprador para eso ¡Qué más quieren, ya se quedaron con la colección del viejo! Fabio se arrepintió de haber levantado la voz. El puñetazo de Max en sus costillas lo dobló en el piso.
—Este es como los que entregó a Passolini a la OTAN, dijo Selma.
Fabio, con la respiración pedregosa, se sostuvo al borde de la barra para tratar de levantarse.
—Tengo tu vídeo —Selma se envolvió una hilacha de su chompa en su dedo del medio—, por si te brota lo digno.
—Nos vas a dar el contacto de ese man, dijo Kaiju, le puso la Tablet en frente, un archivo que Fabio ya conocía, se puso a temblar —. Vos vendiste las telas de Recto Ed Osco, las Valdivias, y otras cosas que te pasó Garmendia.
—Sí claro, tus nañitas de Las Cumbres te van a acolitar, dijo Selma — en la calle se creen Rosa de Luxemburgo, pero en la casa son peor que Margaret Thatcher.
***
—El financiero acabó en pista de crossfit—dijo Max, le pasó el cuenco al siguiente, la bebida es verdosa, áspera y amarga. En los muros, la fogata eleva espadas, cimas, un seno que se vuelve una ola. Hay cónclave en la Iglesia del Barco.
—La razón para no hacerlo en Najas, continuó Selma—, sino en la Academia Diplomática, es el jardín, ese árbol da para una soga. Eso me calienta.
—La ceremonia empieza a las 10 en el aula magna, dijo Max mientras iba pasando las fotos en una pantalla ajustada en una de las columnas — la última promoción repta dilatada, qué primor. Entra puntual su Alteza serenísima, por desfalcar la legación de Hamburgo la mandaron a la catacumba, pero con pensión; llenar el rancho de gusanos la tiene rozagante. Va a condecorar a la Virreina. Adrián Moscona, la mascota de los bufetes de Quebec, templado por el equanil con vodka. Yacub Imaz, odia la capital, le recuerda la interpelación que perdió en el Congreso, pero vendrá a saludar.
—Es un asesino de los de antes, lo vamos a respetar, interrumpió Selma—, van a entrevistarlo en directo, lo necesitamos.
—Parece un coronel de Kentucky, —dijo Kaiju —, una mucha al que adivine quién fue su sobrino del año pasado.
—Luego, Eloísa Capistrán-Hill, todas las mañanas desayuna dos pintas de sangre de un millonario saudita. Renunció y se va para Jefferson a su nuevo puesto de lecturer , no le contestó a Carolina, no quiere que la vean con ella.
—Hay que aprovechar que se sienten en casa, vienen con escolta, pero con la guardia baja, intervino Max—, la Lopresto siempre llega tarde. Estuvo en Bagram, antes en Guatemala, se retiró con grado de coronel. Mandan a una más cicatera que la anterior, las fundaciones le hacen maromas para que les inyecten a la vena.
—Esa es mía, dijo Selma.
—¿Y la Canciller? preguntó Max.
—Acaba de llegar de su última gira, dijo Kaiju — tartamudeó el mismo discurso en cada foro; en Milán tuvo un ataque de pánico, la reemplazaron con el Cónsul, mandaron una protesta oficial por las tonterías que dijo, ya fue tarde cuando se filtró que en Ginebra la volvieron a dejar esperando.
— Desde Pusuquí nos van a mandar al Batallón de La Churona, interrumpió Selma — los entrenaron en explosivos en Tel Aviv, ellos pusieron la bomba en el Tia de la Nueva Aurora. ¿Ves?, Selma empujó la silla de Tomás contra la mesa, su hombro se golpeó, pero hizo una torsión, con las manos atadas detrás, para no golpearse la cabeza— este les dio un taller de DDHH.
El plano que Selma señala sobre la mesa tiene marcados distintos puntos.
—Sol vasomotor entra por la Wilson, Abdo Rimbo, bajan por la 12, ustedes cierran por fuera; Espina Emplumada, les toca la escolta legislativa; Los Ducasse, siempre subterráneos, van a parar la Ecovía. Quiero que la gente vea.
***
Selma arrastra del pelo a otra mujer, tiene las manos atadas a la espalda, un puñal clavado en el muslo que se hunde mientras se sacude, la lleva hasta el árbol. Pone su cuello en la horca, del otro lado Max y Kaiju tiran de la cuerda. Uno de sus estiletos cayó de su pie nervudo.
In Memoriam César Chávez Aguilar