PostApocalipsis Nau

Sobre el temperamento melancólico

Ilus­tración Dig­i­tal por Fran­cis­co Galár­ra­ga.

¿En qué metro decir cómo

Se te adquiere cómo restas cómo aumentas

Cómo men­guas matas y te vas?”

Paco Bena­vides

―Como mujerci­ta grande, soltó Rita. 

Tomás no vio el bache, creía que su esposa seguía dormi­da, al subirse ella reclinó el asien­to, se recostó y cer­ró los ojos. Vuel­ven de una cena navideña en casa de los Mezqui­da a la que no tenía ganas de ir.

—El Tomás se mete full paste­las, por eso es tan lento, de las riso­tadas que Rita desa­ta­ba en la mesa; él se escud­a­ba tras el vaso que Rubén, su anfitrión, llen­a­ba.  Entonces sí me revisó el celu­lar antes de salir, en el trayec­to a Lumbisí estu­vo callada.

En el cuar­to de jue­gos, con los de siem­pre, la con­ver­sación derivó al incen­dio de la casa de Gar­men­dia, según Rubén, las piezas más valiosas ya esta­ban fuera del país:

—Pero la más impor­tante sigue aquí, agregó Rubén —, aparece en los videos de los que se tomaron la Igle­sia del Bar­co cuan­do leen sus comunicados. 

Por la tarde, al cer­rar su últi­ma clase antes de las vaca­ciones, anun­ció que volverían a las clases pres­en­ciales, al eros cognoscente de las aulas. Rob­les (“Su pen­samien­to no se ovil­la en lo lat­er­al”, comen­tó Tomás en su últi­ma mono­grafía), no apagó el micró­fono para decir: “Qué pereza ver­le a este ladrón de gal­li­nas”. Toda la clase lo escuchó, Rob­les no se desconec­tó, ni se excusó; el final de la clase se avivó con una dis­cusión entre los pocos que inter­vienen siem­pre, sus preferi­dos, sobre las ven­ta­jas de la vir­tu­al­i­dad, como si él no estu­viera. La may­oría se desconec­tó sin decir nada. Cómo desea­ba colarse de incóg­ni­to a sus gru­pos de chat, pelearse con ellos, demostrar­les que no es ese bicho rep­tante tras las botas; que conoce mejor la obra de Sadin, de Hui, de MacK­in­non, que citan para impre­sion­arlo. Que sus ideas sobre Con­sti­tu­cional­is­mo, sobre esta­do de excep­ción, dere­cho penal del ene­mi­go coin­ci­den con las de ellos; pero los engrana­jes, siem­pre lar­gos y afi­la­dos, dejan romo cada propósi­to ¿Cómo cerce­nar­los?, pre­gunt­a­ba en clase, los avatares titi­l­a­ban antes de perder­se en la nada. 

Al fin una tarde libre: “¿Vamos por unos tra­gos al Steed?”, le men­sajeó a Jen­ny; pero recibió una noti­fi­cación de su exce­len­cia, otro ple­nario largo y tedioso. Con tar­dan­za aparecieron en línea sólo dos jue­ces; su exce­len­cia, que con­vocó la reunión a últi­ma hora, nun­ca apare­ció, no hubo quórum. Jen­ny no con­testa­ba, iba direc­to al buzón (¿se eno­jó por lo que dije sobre su tesis del ius jurídi­co en la autonomía de las comu­nidades de Puel­laro?). Ase­gurán­dose que la cámara y el micró­fono estén apa­ga­dos, le dio de puñe­ta­zos al tecla­do, al escrito­rio; por qué no los dejé en vis­to, si siem­pre rec­haz­an mis mociones. No pudo escab­ul­lirse de ir de com­pras con Rita, ella dud­a­ba entre un per­fume o un abri­go para su sue­gra, a la que casi nun­ca ve, como a sus hijos; guardó la fac­tura sin ver el pre­cio, volvieron con la cajuela a reventar. 

Tomás rec­hazó la lla­ma­da en la pan­talla del auto, Rita vio que era Jenny.

―Antes, la bom­ba sexy del dere­cho ambi­en­tal —vocif­eró Rita—, hoy, la per­ra de la poesía y los estu­dios culturales. 

La dis­cusión que ante­cede a otra de sus sep­a­ra­ciones, Rita fin­girá que lo esta­ba esperan­do, Tomás supli­cará para volver. 

―¿Para qué te lla­ma esa coju­da? Rita se rio — Estás gor­do, sudas como cer­do y no se te para cuan­do quieres coger. 

Falta­ban tres cuadras para lle­gar, des­de el final de la calle una camione­ta vino de frente hacia ellos, invadió su car­ril, con las luces apa­gadas, sobre el capot lle­va un par­lante con las luces destel­lan­do al rit­mo de la músi­ca, está reple­ta de gente saltan­do en el balde. La camione­ta recu­pera su car­ril abrup­ta­mente, escorán­dose por el peso, cuan­do pasan a lado del auto de Tomás, ve a una cabeza caer delante de su luz delantera izquier­da, siente el golpe con­tra el para­choques, la llan­ta delantera le pasa por enci­ma. No alcan­za a fre­nar, tam­poco a dar un volan­ta­zo. Acel­era, apa­ga las luces, al doblar frente al portón de su casa, ve por el retro­vi­sor a un cuer­po rodan­do sobre el asfal­to. La camione­ta acel­era, hacen gestos des­de el balde, la camione­ta se detiene y retro­cede. Tomás fre­na a raya delante del portón, aplas­ta el botón de la puer­ta automática.

—Tenía una botel­la en la mano, dijo Rita.

Esta­cionó al lado del Jeep de su mujer, ella se bajó con un por­ta­zo, señal de que no puede quedarse. 

Enciende las luces del gara­je, revisa el car­ro, los faros están bien, el neblinero izquier­do deba­jo del faro está roto, el guard­abar­ros está atrav­es­a­do por un tajo, gotea un líqui­do espe­so, huele a aguar­di­ente; se agacha con la lin­ter­na, no encuen­tra ras­tros de san­gre, pero sí restos de vidrio en las llantas.

***

Fabio baja la lan­for de la cafetería, unas botas le erizaron la nuca. Flan­que­an­do a una chi­ca de pelo suel­to y cas­taño, Max y Kai­ju van direc­to a él, se agachó tapán­dose la cabeza. Aden­tro, Kai­ju puso una Tablet con la pan­talla triza­da sobre la barra.

—Es un catafrac­to de la segun­da cruza­da, dijo Max —, está aut­en­ti­ca­do, Gar­men­dia lo tenía en su colec­ción per­son­al. El depósi­to en sus cuen­tas en Dubái fue por unas piezas kitu cara que sacó de las excava­ciones de la estación San Fran­cis­co del Metro, el que más pujó fue un sexyniño que cría hal­cones, escribe suratas, atra­ca su velero en la isla de Saadiy­at. El resto de piezas se las guardó para que lo que­mem­os con ellas. 

—No hay com­prador para eso ¡Qué más quieren, ya se quedaron con la colec­ción del viejo! Fabio se arre­pin­tió de haber lev­an­ta­do la voz. El puñe­ta­zo de Max en sus cos­til­las lo dobló en el piso.

—Este es como los que entregó a Pas­soli­ni a la OTAN, dijo Selma. 

Fabio, con la res­piración pedregosa, se sos­tu­vo al bor­de de la bar­ra para tratar de levantarse.

—Ten­go tu vídeo —Sel­ma se envolvió una hilacha de su chom­pa en su dedo del medio—, por si te bro­ta lo digno.

—Nos vas a dar el con­tac­to de ese man, dijo Kai­ju, le puso la Tablet en frente, un archi­vo que Fabio ya conocía, se puso a tem­blar —. Vos vendiste las telas de Rec­to Ed Osco, las Val­divias, y otras cosas que te pasó Garmendia. 

—Sí claro, tus nañi­tas de Las Cum­bres te van a acol­i­tar, dijo Sel­ma — en la calle se creen Rosa de Lux­em­bur­go, pero en la casa son peor que Mar­garet Thatcher.

***

El financiero acabó en pista de crossfit—dijo Max, le pasó el cuen­co al sigu­iente, la bebi­da es ver­dosa, áspera y amar­ga. En los muros, la foga­ta ele­va espadas, cimas, un seno que se vuelve una ola. Hay cón­clave en la Igle­sia del Barco.

—La razón para no hac­er­lo en Najas, con­tin­uó Sel­ma—, sino en la Acad­e­mia Diplomáti­ca, es el jardín, ese árbol da para una soga. Eso me calienta. 

—La cer­e­mo­nia empieza a las 10 en el aula magna, dijo Max mien­tras iba pasan­do las fotos en una pan­talla ajus­ta­da en una de las colum­nas — la últi­ma pro­mo­ción rep­ta dilata­da, qué pri­mor. Entra pun­tu­al su Alteza serenísi­ma, por des­fal­car la legación de Ham­bur­go la man­daron a la cat­acum­ba, pero con pen­sión; llenar el ran­cho de gusanos la tiene roza­gante. Va a con­dec­o­rar a la Vir­reina.  Adrián Moscona, la mas­co­ta de los bufetes de Que­bec, tem­pla­do por el equanil con vod­ka. Yacub Imaz, odia la cap­i­tal, le recuer­da la inter­pelación que perdió en el Con­gre­so, pero ven­drá a saludar.

—Es un asesino de los de antes, lo vamos a respetar, inter­rumpió Sel­ma—, van a entre­vis­tar­lo en direc­to, lo necesitamos. 

—Parece un coro­nel de Ken­tucky, —dijo Kai­ju —, una mucha al que adi­vine quién fue su sobri­no del año pasado.

—Luego, Eloísa Capistrán-Hill, todas las mañanas desayu­na dos pin­tas de san­gre de un mil­lonario sau­di­ta. Renun­ció y se va para Jef­fer­son a su nue­vo puesto de lec­tur­er , no le con­testó a Car­oli­na, no quiere que la vean con ella.

—Hay que aprovechar que se sien­ten en casa, vienen con escol­ta, pero con la guardia baja, inter­vi­no Max—, la Lopresto siem­pre lle­ga tarde.  Estu­vo en Bagram, antes en Guatemala, se retiró con gra­do de coro­nel. Man­dan a una más cicat­era que la ante­ri­or, las fun­da­ciones le hacen maro­mas para que les inyecten a la vena.

—Esa es mía, dijo Selma. 

—¿Y la Can­ciller? pre­gun­tó Max. 

—Aca­ba de lle­gar de su últi­ma gira, dijo Kai­ju — tar­ta­mudeó el mis­mo dis­cur­so en cada foro; en Milán tuvo un ataque de páni­co, la reem­plazaron con el Cón­sul, man­daron una protes­ta ofi­cial por las ton­terías que dijo, ya fue tarde cuan­do se fil­tró que en Gine­bra la volvieron a dejar esperando. 

— Des­de Pusuquí nos van a man­dar al Batal­lón de La Churona, inter­rumpió Sel­ma — los entre­naron en explo­sivos en Tel Aviv, ellos pusieron la bom­ba en el Tia de la Nue­va Auro­ra. ¿Ves?, Sel­ma empu­jó la sil­la de Tomás con­tra la mesa, su hom­bro se golpeó, pero hizo una tor­sión, con las manos atadas detrás, para no gol­pearse la cabeza— este les dio un taller de DDHH. 

El plano que Sel­ma señala sobre la mesa tiene mar­ca­dos dis­tin­tos puntos. 

—Sol vaso­mo­tor entra por la Wil­son, Abdo Rim­bo, bajan por la 12, ust­edes cier­ran por fuera; Espina Empluma­da, les toca la escol­ta leg­isla­ti­va; Los Ducasse, siem­pre sub­ter­rá­neos, van a parar la Ecov­ía. Quiero que la gente vea. 

***

Sel­ma arras­tra del pelo a otra mujer, tiene las manos atadas a la espal­da, un puñal clava­do en el mus­lo que se hunde mien­tras se sacude, la lle­va has­ta el árbol. Pone su cuel­lo en la hor­ca, del otro lado Max y Kai­ju tiran de la cuer­da. Uno de sus estile­tos cayó de su pie nervudo. 

In Memo­ri­am César Chávez Aguilar