El barrendero y sus amigos 

“Aden­tro, cam­i­na dos pasos, de un man­o­ta­zo, cier­ra las corti­nas de la pequeña ven­tana, la úni­ca que hay, en cuclil­las, mueve el cenicero de mura­no que está sobre una cobi­ja usa­da como man­tel, se caen las chichar­ras recopi­ladas de la sem­ana pasa­da, de las reuniones de la comu­na, no hay tiem­po, qui­ta la cobi­ja vie­ja, aba­jo una caja con zap­atos, deba­jo de los zap­atos, una pequeña mochi­la, la abre, saca el equipo dig­i­tal, lo conec­ta al úni­co enchufe, uno de mod­e­lo ochen­tero un poco que­ma­do. Las manos le sudan, casi le tiem­blan, saca la memo­ria escán­er, la conec­ta, res­pi­ra un poco más lento, tra­ta de cal­marse, se car­ga la data, el col­or azul en ver­ti­cal, respira.” 

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Sobre la posición horizontal

Tan­to plo­mo para desa­lo­jar­los, y esta­ba vacía, con los muros pin­tar­ra­jea­d­os, con caras llenas de tumores de toda la plana may­or, ust­ed inclu­i­da; su retra­to tenía bar­ros y esquir­las, esta­ban sacán­dole fotos cuan­do la bom­ba explotó.

—Detrás de una loca siem­pre hay un imbé­cil— dijo Car­oli­na —. Creemos que fue él quien se la llevó antes de que llegáramos

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