PostApocalipsis Nau

Electro deja vu

Luz que no se der­ra­ma, ya dia­mante, fija 

en la rotación del mediodía, sol que no se con­sume ni se enfría 

de cenizas y lla­ma equidis­tante.”

Octavio Paz, “Bajo tu clara som­bra”, Primer día, 1935, Sonetos.

Un par de pies equi­li­bra­ban el paso entre el sueño y la vig­ilia. Los nudil­los les hacían el quite a las lagañas, sus sienes pulsa­ban con la piel de gal­li­na en el rau­do des­dibu­jo por los corre­dores. Tras sus pár­pa­dos brota­ban ver­sos recor­da­dos, ade­lante, el pilo­to automáti­co entre el cepil­lo de dientes y el apuro por lle­gar a otra parte. Casi en el umbral de la sal­i­da, un acorde la sor­prendió por la espal­da con sabor descono­ci­do, con tem­per­atu­ra tardía imanta­ba el ver­so colán­dose por las comisuras has­ta abrazar el lati­do. Ahí esta­ba a golpe de pál­pi­to, vesti­da y lista con su tra­je inter­váli­co frente al océano de ros­tros; el mix era urbano. 

7 am venía yo, matan­do el mañanero en la caja de fós­foros para las chichar­ras, el vien­to rompía de frente la nar­iz. Exhalé el humo, me interné en fade-in por los teja­dos para atrav­es­ar las calles. Entonces no sabía que sabía o que había par­tido inclu­so. Al cabo de una hora, al lle­gar, col­gué mi abri­go en el ropero; entré de últi­mo. Casi todo era obvio: el plug de la gui­tar­ra o el parche en el redoble, mis dos ami­gos afin­a­ban y conecta­ban todo; no se reflex­iona a menudo sobre “el como siem­pre” de los días, de fon­do los ven­tanales del sép­ti­mo piso. Tras los abri­gos col­ga­dos en el viejo mue­ble de la entra­da, diez min­u­tos más tarde, un trio con manda­to de quin­te­to envolvía los espa­cios con un cam­po lím­bi­co, como un tablero de espiritismo para evo­car los sen­ti­dos en una bur­bu­ja con el antí­do­to en el núcleo; el lati­do para sal­varnos del descere­bre mon­e­tario. Ensayo; “¿deja vu?”, pen­sé miran­do las luces rojas del on de los amplis sobre la alfom­bra. Afuera, las calles inun­dadas impedían casi todo acce­so, no para­ba de llover, — es por el huracán que azo­ta las costas del Ande, toda la región se verá afec­ta­da —, decían los noticieros des­de la mañana. Después de unas horas, una ola de frío abraz­a­ba el cli­ma con la nebli­na a medio día. Solo el ham­bre rompió el embe­le­samien­to sonoro; la telepatía estom­acal nos llevó en bus­ca del almuer­zo. No me acuer­do que comi­mos, o dónde, solo que el vacío en el estó­ma­go nos llevó a retomar los teja­dos para trasladarnos en bus­ca de comi­da. En el tran­scur­so de regre­so, el caos estal­ló, el fuego cruza­do nos obligó a escon­der­nos en un zaguán cer­ca de la Cat­e­dral, ahí per­manec­i­mos guarneci­dos un par de horas, al caer la tarde regre­samos con sig­i­lo retoman­do las azoteas, miré hacia aba­jo, las calles seguían inun­dadas con atmós­fera de aparente aban­dono, las luces del alum­bra­do ya se habían encen­di­do, hacían bril­lar los casquil­los de bala des­perdi­ga­dos bajo el agua como luceros del ahogo. Al lle­gar abri­mos los cer­ro­jos de las ver­jas vic­to­ri­anas del ven­tanal por donde sal­imos. Entramos esti­la­dos, gote­an­do el remo­jo del sus­to; pura adren­a­li­na impreg­na­da de agua.

—¡Con cuida­do o nos vamos a elec­tro­cu­tar al encen­der los equipos!, yo me cam­bio aquí, dijo ÷¬ y se paró en una buta­ca cer­ca de la con­so­la de mez­cla. Ø y yo dimos saltos de rayuela evi­tan­do mojar el piso, de brin­co en brin­co alcan­zamos el pasil­lo pos­te­ri­or cer­ca del baño, tratábamos de secarnos el cuer­po con unas toal­las vie­jas cuan­do la vimos, ahí aden­tro, acosta­da entre el piso y la pared del pasil­lo, al lado del diván de cuero que la abuela de ø le regaló sem­anas atrás. Mien­tras me seca­ba, su mira­da atrav­esó como un bis­turí el roce de la toal­la sobre mi pelo has­ta par­alizarme, Ø estu­pe­fac­to regresó su mira­da sobre mí, nos miramos, la miramos. 

–¡Apúrense, ya estoy lis­to!, gritó ÷¬ des­de la sala. Para­dos como esta­lac­ti­tas frente a ella, no respondi­mos, sus ojos negros seguían clava­dos sobre nosotros. El char­co de agua que gote­a­ba de su tra­je, refle­ja­ba la luz lat­er­al que entra­ba por la ven­tana, su silue­ta tonifi­ca­da con­trasta­ba en el refle­jo a con­traluz. Quise hablar, pero no pude, con su mano abier­ta hacía ade­lante en sig­no de espera, nos tenía en táci­ta pausa, pro­lon­gan­do los segun­dos en min­u­tos. Logró sen­tarse, mien­tras tan­to, con la otra mano dig­ita­ba un dis­pos­i­ti­vo en su talón, no se podía dis­tin­guir si esta­ba impreg­na­do en la piel, o en su tra­je, por momen­tos parecían lo mis­mo. “¿Un tat­u­a­je dig­i­tal?”, pen­sé. Con sus dedos pre­sion­a­ba patrones de col­ores, su destel­lo en el piso se des­dibu­ja en ondas expan­si­vas, mirar­lo, era como ver una piedra reb­o­tar en el agua, pen­sar­lo, era como cuan­do dudas del nom­bre de un viejo cono­ci­do de la pri­maria al encon­trar­lo de impro­vi­so, su ima­gen en la pun­ta de la lengua. Me restregué los ojos, sonaron los celu­lares de Ø y el mío a la vez. Las pan­tallas esta­ban abar­ro­tadas de sig­nos, traté de descifrar­los sin éxi­to, ensegui­da las for­mas dig­i­tales se recon­fig­u­raron tenue­mente en tres pal­abras: “cir­cuitos de sole­noide”. Ø y yo nos miramos descon­cer­ta­dos, la regre­samos a ver, nos señaló con su mano alarga­da y cobriza la refrig­er­ado­ra que esta­ba arru­ma­da en el fon­do del pasil­lo. Alcan­zamos unos destornil­ladores del cajón de un mue­ble viejo, abri­mos la car­casa pos­te­ri­or, extra­ji­mos la bobi­na y se la dimos. Desen­rol­ló el fil­a­men­to de sole­noide y lo tejió ráp­i­da­mente en un esque­ma de nudos escalon­a­dos alrede­dor del dis­pos­i­ti­vo cutá­neo, ensegui­da los nudos for­maron un ángu­lo con­stante, dan­do for­ma a una hélice que activó un cam­po mag­néti­co estable; vibraron nue­stros celu­lares otra vez, de fon­do había un rui­do blan­co en los amplis de la sala.

Fuimos a la sala para ver que sucedía, ÷¬ esta­ba acosta­do en la alfom­bra boca aba­jo, nos hizo señas para tirarnos al piso, afuera los granaderos pein­a­ban las calles en brigadas con enormes lin­ter­nas, son­a­ban megá­fonos y motores, un par de drones titi­lantes nos espi­a­ban por las ventanas. 

Había estáti­ca por todas partes, no entendí nada. El tor­rente era uno solo, ni pal­abras, ni dis­tan­cias, ni boca para hablar, ni ojos para ver, ni cuer­po para con­tar, solo ese remoli­no sin tran­scur­so de los col­ores del abso­lu­to acari­cian­do el prin­ci­pio de las pal­abras, el antecedente del mí, del ti, ese ahí donde el miedo aún no ha naci­do ni el par­tic­u­lar dile­ma del soma. 

7 am, voy atrasa­do al ensayo, no le hago caso a mi recorda­to­rio de Siri, exha­lo la últi­ma cal­a­da de una chichar­ra, el humo cor­ta la nebli­na, ten­go en la cabeza los primeros ver­sos de la letra del tema para hoy: 

“Mis­ma fau­na soy sin alien­to voy, lame el res­p­lan­dor de tu rotación…”

Me inter­no en fade-in por los teja­dos, la ciu­dad está inun­da­da, entra un men­saje a mi celu­lar de un número restringido:

—El cam­po mór­fi­co está acti­va­do. Al lle­gar, leo el mensaje.

—¿Qué?, respon­do. Sigue vibran­do cada 20 min­u­tos mi recorda­to­rio de Siri sin fecha, lo abro: 

“Fla­ge­lo de Miel, no es el comien­zo, Fla­ge­lo de Miel ya viene el amanecer”.

Al entrar, cuel­go mi abri­go en el ropero; entro de últi­mo, casi todo es obvio: el plug de la gui­tar­ra o el parche en el redoble, mis dos cole­gas afi­nan­do y conectan­do todo; no se reflex­iona a menudo sobre “el como siem­pre” de los días, de fon­do los ven­tanales del sép­ti­mo piso.