—Entrevista a Alan Pauls—
Rímini pierde su capacidad para traducir en la cabina de interpretación, en mitad de una frase del filósofo al que está traduciendo en simultáneo, tras jornadas de cocaína y traducción de libros en trance, olvidó de pronto las lenguas con las que trabaja. Conoció a Vera, luego vivió con Carmen; las mujeres con las que Rímini cree estar lejos de Sofía, la que fue su pareja más duradera, con quien coleccionaba postales de las obras de Jeremy Riltse, el artista inventor del Sickart. Sofía lo ronda como un fantasma, esperándolo tras su caída definitiva. En El pasado (2003), la novela más célebre de Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), el amor no se termina, vuelve como otro rostro, devoto y brumoso. En Tres novelas de época (2022), la trilogía integrada por Historia del llanto (2007), Historia del pelo (2010) e Historia del dinero (2013), la intimidad y la política se invaden; desconocemos el nombre de su protagonista, pero es en las lágrimas, en los rizos, en los billetes que acecha, que lo van cercando, donde se dibuja un mapa heterodoxo de los años 70 en la Argentina.
Con El Factor Borges (2006), Pauls nos descubre a un Borges mundano, vitalista, rejuveneciendo con los clásicos que reseñaba en diarios populares, que sueña al lector como un verdadero artista. Trance (2017), el glosario para lectores que no claudican jamás, Pauls escribe; “Si la lectura es hoy una gran práctica anacrónica —la otra es el teatro— es precisamente por la insolencia, la desfachatez, incluso la provocativa ingenuidad con que exhibe los blasones de una cultura del encadenamiento, la secuencia, el paso a paso, en un estado de cosas cuyas monedas de cambio son la simultaneidad y el montaje”. Los ensayos de Pauls incluidos en Temas lentos (2022), ejemplifican lo que Ricardo Piglia señaló en El último lector (2005): “(…) la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”.
En su última novela, La mitad fantasma (2020), sus protagonistas, Carla, una nómada digital, y Savoy, un cincuentón ludita, se encuentran en Airbn y se desencuentran por Skype; es una comedia sobre las plataformas virtuales, la nueva interfaz de las relaciones. A veinte años de la publicación de El pasado, desde Berlín, Matriota conversó con Alan Pauls sobre por qué escribir ficción es construir problemas. Así iniciamos la primera de una serie de entrevistas a grandes escritores latinoamericanos.
Ex
Matriota: Annie Ernaux escribe en Memoria de chica (2018): “En el fondo, solo hay dos tipos de literatura, la que representa y la que busca, ninguna vale más que la otra, salvo para quien escogió entregarse a una antes que a la otra” ¿Qué piensas de esta definición?
Alan Pauls: Creo que la comparto, en términos generales, hay muchas nociones o ideas que aparecen en la cita que podrían ser discutidas: representación, búsqueda, pero en principio sí, me parece que suscribo. Me interesaría mucho saber dónde se ubica Annie Ernaux en relación con estos dos polos literarios que ella plantea, porque una cosa interesante con Ernaux es justamente que problematiza mucho ese tipo de distinciones, la distinción entre una literatura apegada a lo real, que sería la literatura que representa en la cita, y al mismo tiempo una literatura que se piensa a sí misma, que se problematiza a sí misma, creo que justamente una de las potencias de la literatura de Ernaux es esa, que borronea esas fronteras.
En “Torrentes de amor”, tú artículo sobre Nan Goldin, incluido en Temas lentos, escribes: “(…) abismarse ante el paso del tiempo y dar fe de su acción sobre la materia. Pero el retorno a ese origen contemplativo es sólo el camino más corto para invertir de manera decisiva la relación entre lo que se ve y los que lo ven (…)” ¿Cómo funciona el pasado para ti, es materia en transformación permanente, o algo escrito, a lo que duele regresar, corregir, mirar, o ser mirado?
El trabajo de corrección no se ejerce exactamente sobre un pasado, por eso es tan complicado, por eso es tan difícil corregir lo que uno ha escrito, porque uno sigue orbitando en el presente de la escritura, entonces, no hay distancia, no hay objetividad, lo que uno está escribiendo no termina todavía de convertirse en un objeto. En esa especie de relación de copresencia entre el texto que uno escribe o que ha escrito y uno que pretende corregirlo, es muy difícil encontrar un camino, por eso corregir es tan complicado. Creo que no hay que corregir un texto como si uno estuviera adecentándolo, emprolijándolo, ni siquiera mejorándolo, sino que hay que corregir un texto como si uno siguiera escribiendo por otros medios, o sea, considerar la corrección como parte de la escritura, no como una instancia higiénica, de control de calidad, que es como muchas veces se toma.
Con respecto al pasado, tengo relaciones muy diferentes según las épocas, en general, tiendo a pensar que el pasado no pasa, no creo mucho en la distinción pasado, presente y futuro, me parece que es una arquitectura temporal que suscribimos porque resulta cómoda, para tranquilizarnos, pero más bien tengo la impresión de que el tiempo funciona de una manera mucho más confusa. Los tiempos se superponen, coexisten, se inseminan unos a los otros, se incluyen unos en otros; eso es lo que hace del tiempo una experiencia, o una condición interesante, si realmente el tiempo aceptara esa distinción en fases: pasado, presente, futuro, no tendría mucha gracia. Escribí El pasado, mi novela más larga, para desplegar esa idea de los tiempos que se imbrican unos en otros, hasta qué punto, en el caso de la novela, en el terreno de una experiencia amorosa es muy ingenuo decir que un amor termina cuando la pareja se separa, o incluso dejan de quererse, hasta qué punto es ingenuo pensar que eso que se experimentó con esa otra persona, por el simple hecho de no verse más, o de no quererse más, va a dejar de empezar, va a dejar de estar presente en el presente de las personas que lo vivieron, en ese sentido soy más de la idea de que el pasado es algo que está tan presente en el presente como en el futuro.
Los estados de trance son recurrentes en tus ficciones, suceden en escenas de lectura, en el cine, a menudo encabalgan hacia otra digresión que modifica a la trama ¿En El pasado, el trance tiene que ver con la idea de que el amor no se termina, se abandona?
No, creo que cambia de estado, de forma, cambia también su manera de influir, de pesar, se vuelve tal vez más espectral. Hablando de experiencias amorosas importantes, que dejan huellas, que transforman las maneras de ver, de hablar, de relacionarse con el cuerpo, me parece que es difícil pensarlas como trances, porque los trances no suelen durar, suelen ser experiencias de pura intensidad, por lo tanto, acotadas a un lapso corto. En cambio, la experiencia amorosa, por lo menos la experiencia amorosa de la que yo hablaba en El pasado, es una experiencia que tiene el tiempo de su lado, para decirlo con los Rolling Stones; es un trance más homeopático si querés, un trance disuelto, amortizado en una extensión temporal, que en el caso de mi novela eran 13 años los que vivían juntos esos dos personajes, que tampoco es tanto tiempo. Pero hay algo en el fenómeno de la duración de una experiencia amorosa que me parece que es importante, así como me parece muy importante la duración en el trance de la lectura. Si, efectivamente los trances en mis libros tienen en general que ver con experiencias artísticas. Así como hay gente que busca trances en la Ayahuasca, en las drogas, en experiencias de híper oxigenación, de ayuno, de voto de silencio, yo encuentro esa especie de éxtasis, de arrebato, de rapto, en experiencias artísticas, de relación con objetos o con textos, esa es mi Sicofarmacopea.
Lágrimas, billetes, rizos
¿Por qué abordas los años setenta en la Argentina en torno a la política, bajo las coordenadas del pelo, el fetichismo monetario y el llanto?
Bueno, porque me parece que es una década muy pensada y muy escrita, por lo menos en Argentina, a groso modo, desde el guion de la Historia con mayúscula, el guion de las grandes causas, de las grandes victorias, de los grandes fracasos, de las grandes catástrofes: el sueño revolucionario de la primera mitad de la década, el horror de la dictadura en la segunda. Yo siempre me consideré un hijo de los años 70, para bien y para mal, quería escribir sobre esos años, sobre esa escuela que fueron los 70, pero no me satisfacían ninguna de esas puertas principales por las cuales se había interrogado la época. Me pareció que era más interesante para mí, más afín con lo que yo hago en términos literarios, buscar una vía más lateral, más secundaria para entrarle a la época. Entonces se me ocurrió esta idea de tomar esos tres elementos: llanto, pelo y dinero, como si fueran los restos, los vestigios de esos años, tratar de leer la época en esos elementos, siguiendo una cierta línea que trabajo desde hace tiempo, que es una línea obsesiva, que es tratar de leer lo macro en lo micro. Al mismo tiempo, esa idea iba a llevarme a lo que yo más quería, que era tratar de pensar los años 70 en función de una oposición íntimo, público, o privado, público o personal histórico, sino justamente desdibujar un poquito esa distinción, tratar de mostrar hasta qué punto, en los 70, lo más íntimo era al mismo tiempo lo más político y viceversa. Hasta qué punto la historia, los cuerpos, o la dimensión pública de la política, las vidas privadas, estaban totalmente entrelazadas.
En Rojo y negro (1830) Stendhal escribe: «La política, replica el autor, es una piedra atada al cuello de la literatura, y que, en menos de seis meses, la hunde. La política en medio de los intereses de la imaginación es un pistoletazo en medio de un concierto. Es un ruido desgarrador sin ser enérgico. No concuerda con el sonido de ningún instrumento. Esa política va a ofender mortalmente a la mitad de los lectores, y aburrir particularmente a la otra mitad que la encontró especial y enérgica en el periódico de la mañana (…) “¿No es tu trilogía sobre el llanto, el pelo y el dinero como haber entrado disparando al concierto?
No, porque creo que cuando Stendhal habla de la política, la describe en términos tan ofensivos, monótonos, porque ofende y aburre, me parece que piensa en la gran política, en la Realpolitik, eso que yo llamaba el guion de la historia; el guion de la historia es la versión de la historia que todos más o menos suscribimos, a la que todos más o menos nos aferramos para darle un sentido al pasado, siempre está montado sobre grandes hechos, sobre grandes acontecimientos. La política con la que yo trabajo en la trilogía es una política mucho más menor, mucho más molecular, por lo tanto, no suena estrepitosa como suena la política en el texto de Stendhal. De hecho, los pocos acontecimientos políticos históricos con los que trabajo en la trilogía son muy conocidos, son los hitos pop de los años 70 en Argentina, por ejemplo, el secuestro del General Aramburu, que dio comienzo a los años 70 en Argentina, por ejemplo, trabajo ese hecho desde un punto de vista completamente caprichoso, arbitrario, que es la función que cumple en ese gran acontecimiento, el secuestro de un militar, una peluca, la peluca de la militante montonera Norma Arrostito. Ese es el movimiento que hago, no me pongo a hablar de Aramburu, del poder militar, no me pongo a hablar de Montoneros, de la guerrilla. Lo que pienso es, qué papel juega este elemento completamente superfluo en este gran acontecimiento de la historia argentina. Pero al mismo tiempo encuentro, ese es el desafío del proyecto, trato de encontrar en ese elemento superfluo una cierta tasa de tensión, una cierta tasa de dramaticidad que desmiente completamente el carácter supuestamente superfluo de la peluca. Entonces me parece que ese tipo de política, que más bien no es la política, sino lo político, se mete en el teatro de Stendhal de una manera mucho más aviesa, mucho más subrepticia, no suena como suena el pistoletazo de la política, podría incluso confundirse con alguno de los instrumentos de la orquesta, y también disonar. Podría meterse en el teatro de Stendhal, contagiar algunos de los instrumentos de la orquesta, hacerlos disonar imprevistamente en medio de la ejecución. Efectivamente, a mí no me interesan los pistoletazos en el mundo de la belleza, lo que me interesa es, en todo caso, esos procesos por los cuales la política y el arte, pero también uno podría decir la sociedad y el arte, se contagian mutuamente y empiezan a producir sonidos extraños o músicas nunca antes oídas. Creo que ese es el punto para mí.
¿Por qué el dinero es un tabú en la ficción literaria, se representa la riqueza, pero no el fluir del circulante?
Hay muchos tabúes en la literatura en relación con el dinero, tal vez otro tabú sería el trabajo, porque es algo de lo que la literatura cada vez habla menos. El dinero siempre me interesó mucho quizá porque nunca conseguí hacerlo realmente. En el caso de la trilogía, me pareció completamente inmoral escribir sobre los años 70 sin hablar de dinero, sin hablar de la economía. Porque la experiencia económica para cualquier argentino es una dimensión absolutamente constitutiva, lo reconozcamos o no, los argentinos estamos más atravesados por la economía que por la política, ese quizás sea un problema para el funcionamiento de la Argentina como sociedad y para su horizonte político.
Los 70 son un fetiche del discurso político, son el último gran momento de éxtasis político en Argentina, pero siempre se olvida su dimensión económica, la dimensión material de la experiencia política. No solo porque en los años 70 empieza el fenómeno de la sicotización de la economía argentina, con los ciclos de inflación, de hiperinflación, las devaluaciones, la depreciación del peso, los cambios de moneda, que es un tipo de psicosis masiva que permea a todos los argentinos, es el régimen en el que la Argentina vive desde hace ya medio siglo. Sino también porque para mí, que era adolescente en los años 70, tenía 14 o 15 años en los momentos más álgidos previos al golpe del 19776; la dimensión monetaria, económica, de la lucha política me parecía completamente fascinante. Por ejemplo, es algo de lo que hablo en la novela, ¿cómo hacían los grupos guerrilleros para decidir cuánto dinero iban a pedir por los empresarios que secuestraban? Esa operación de tasación de vidas me parecía fascinante. Ni siquiera me preguntaba cuál era el valor moral que tenía esa operación de tasar una vida, pero me interesaba mucho ese extraño intercambio en el que de repente los sectores más antagónicos de la sociedad, no sé, los delegados de Rockefeller en la Argentina y la lucha armada, entraban en un circuito económico completamente bizarro, completamente delirante, en el que el intercambio era ese, yo te devuelvo a una persona con vida y vos me das, no sé, 40 millones de dólares. ¿Cómo se financiaba el proyecto de la Revolución, cómo la izquierda radical, la izquierda armada pensaba conscientemente cuestiones económicas absolutamente vitales para su subsistencia? ¿Cómo conseguimos armas, cómo conseguimos dinero, cómo conseguimos trajes, cómo conseguimos pasaportes? Ese es el desafío que me planteaba cuando escribí Historia del dinero, había un backstage económico en esa intensidad política del que nunca se habló mucho, como si la política fuera por un lado y la economía y el dinero fuera por otro, quería reunir esas dos dimensiones y a la vez quería dar cuenta de la presencia cotidiana del dinero.
Vivo en Berlín hace cuatro años, es como si la Argentina y Alemania fueran países que pertenecieran a planetas diferentes; la frecuencia, la intensidad, la regularidad con la que se habla de dinero en la Argentina, una conversación cotidiana, de calle, entre cualquiera y cualquiera, acá es absolutamente inimaginable. Y ya no tiene solo que ver con que en Alemania es un país rico y la Argentina es un país emergente, o ex rico, o alguna vez rico. Tiene que ver con una forma de vida, es imposible vivir en la Argentina sin hablar de dinero, es imposible hablar en la Argentina sin pensar en el dinero. En la novela yo quería que no pasara una página sin que la palabra dinero apareciera mencionada, la pensé como una novela porno, solo que en vez de escenas de sexo había escenas de dinero, en cada página tenía que pasar algo con el dinero, un billete tenía que aparecer, alguien tenía que comprar algo, alguien tenía que darle a alguien algo a cambio de algo. Quería poner en escena esa ubicuidad insoportable que tiene el dinero en la Argentina y que la tiene todavía hoy. Me acuerdo que cuando publiqué la novela en 2013, la fui a presentar a España, que estaba en ese mismo momento en la crisis de la burbuja inmobiliaria, cuando llegué me dijeron: “pero esta es una novela muy española”. Me hacía gracia esa ingenuidad de los países del primer mundo, la sensación que tienen de haber terminado con el dinero, listo, ya está, ya resolvimos la cuestión del dinero. La cuestión del dinero es una cuestión insoluble. En este momento en Alemania hay 10% anual de inflación y están temblando, eso es lo que hay de inflación en un mes en Argentina. Quiero decir, para mí era una novela “histórica”, entre comillas, porque era una novela que reconstruye los años 70, y de repente era actual en España. Todo lo que cuento en la Historia del dinero es lo que está pasando en la Argentina desde hace ya casi diez años. Eso es lo más fascinante del dinero, Freud y Marx lo sabían muy bien: sexo y dinero, no hay con qué darles, no hay cómo neutralizarlos, no hay como amordazarlos, no hay cómo disciplinarlos. Hay una potencia perturbadora en el dinero y en el sexo que no sé si tienen otras dimensiones de la existencia humana, de hecho, en Historia del dinero para mí era muy importante contar la vida de esa familia desde el punto de vista del dinero, era como ser freudiano, pero reemplazar el sexo, o el deseo, por el dinero. Entonces, en vez de hablar de los problemas afectivos que tenían los personajes en la familia, me dedicaba a describir sus comportamientos económicos. El padre que inventa el dinero que trabaja, pero que en realidad el verdadero dinero lo hace jugando a las cartas, la madre que se dedica a despilfarrar, el hijo que goza pagando. En un momento pensé, cómo hubieran cambiado las cosas si en vez de haber aceptado con Freud que lo que hay que buscar siempre en una familia es el deseo, el secreto, hubiéramos buscado el dinero. Qué pasaría si cuando uno se tumba en el diván del analista en vez de hablar de lo que te hizo tu papá, o lo poco que te quiso tu mamá, contaras cómo funcionaba el dinero en tu familia. Tuve un momento de iluminación freudomarxista, es muy interesante ver cómo funcionan las familias en relación con el dinero, es muy significativo, es muy revelador, está lleno de sorpresas.
Error 404
¿De qué manera en La Mitad fantasma la virtualidad versus la presencia analógica tensiona, resignifica el campo afectivo y las brechas generacionales entre Savoy y Carla, sus protagonistas?
Bueno, la novela es una comedia, de todos los libros que escribí es el que más cómodo se siente en ese género, creo que la comedia tiene que ver básicamente con el malentendido, no necesariamente con el fracaso, pero sí con el malentendido y con la voluntad de no amordazar el malentendido, de no tratar de resolverlo, de no tratar de sanear los daños que produce, sino más bien de empujarlo, de llevarlo hasta las últimas consecuencias. Lo que hay entre el mundo presencial de Savoy y el mundo digital de Carla es una relación de malentendido, de comunicación entorpecida, eso no quiere decir que no haya relación, la novela está montada sobre la transición entre una experiencia del mundo y la otra; solo que esta transición está vista desde la perspectiva de Savoy, que muy visiblemente está perdiendo el tren; un cincuentón sedentario que tiene dificultades con la vida techno. Pero en rigor, lo que a mí me interesa en la novela es cómo pensar y contar ese momento de metamorfosis, instalarme en ese malentendido.
En realidad, hay un principio de la relación, es ese mes que ellos pasan juntos en Buenos Aires, en ese apartamento de Airbnb o algo por el estilo. Ahí tienen una experiencia tradicional, siglo XX del amor, que es la intensidad del enamoramiento, lo que sigue después es la administración, podríamos decir, aunque es una palabra horrible, pero la gestión de ese capital atesorado durante ese mes de cuerpo a cuerpo. Entonces la novela tiene algo de eso, cómo estos dos personajes hacen para gestionar, para hacer rendir, por supuesto, fracasando, ese pequeño capital que juntaron juntos, capital amoroso, libidinal, etcétera, que juntaron en ese primer mes. En rigor en El pasado yo trataba de contar lo que pasa con las ruinas de una experiencia amorosa importante, sin contar casi la experiencia amorosa, acá más bien lo que hago es dar unas pistas de eso que pasa en ese primer momento, el momento del flechazo, del enamoramiento, y después el momento del amor, lo que sucede teóricamente al enamoramiento, disolverlo en ese enigma, en ese agujero negro que es el amor a distancia, el amor de pantalla, esa es la premisa de la novela.
La novela transcurre mucho en los intercambios de Skype que tienen Carla y Savoy, para Savoy la tecnología Skype conspira contra la comunicación con Carla, y al mismo tiempo, si no hubiera Skype no habría en rigor relación ninguna entre Savoy y Carla. O sea, esa especie de obligación de lidiar con lo que a uno lo pone en el peor de los lugares, en el lugar de la incompetencia, en el lugar del desamparo total, de la torpeza total, es al mismo tiempo lo que hace que uno pueda balbucear algo en ese idioma. Savoy acepta ese reto, es la parte de héroe de comedia que tiene, acepta librar esa batalla, y le va como le va, pobre. Pero no es una novela que tenga una opinión sobre: “Ah, estos dos nunca van a poder encontrarse”, o “estos dos están condenados al fracaso”. La novela más bien se interesa por esa zona intermedia en la que un mundo está muriendo y otro teóricamente está naciendo, trata de observar qué es lo que pasa ahí.
Yo no escribo para opinar sobre las cosas, escribo para observar fenómenos, para observar cosas que cambian, creo que la novela es sobre cosas que cambian, por ejemplo, el mundo afectivo. Pero no podría diagnosticar esos cambios como si viera, digamos, en qué dirección horrible van, no hago ese tipo de diagnósticos. Prefiero observar cómo cambian las cosas y en todo caso después pensar o diagnosticar o dar un veredicto, pero me da la impresión de que, en general, existe mucho esa especie de reflejo condicionado que tiene que ver con el temor, con la amenaza: “¡No!, ¡vamos al desastre!”, “¡nos acercamos al Apocalipsis!”, o “¡se acabó el amor!”. No, no, para nada, probablemente asistamos a mutaciones del amor, seguramente esas mutaciones tendrán formas y caras que no vamos a entender del todo al principio, que nos van a resultar un poco monstruosas. Para mí como novelista me parece mucho más interesante ponerse a observar los fenómenos, que atrincherarse detrás de un diagnóstico, o de una indignación.
¿El antídoto al factor Borges estaría en la dimensión profana de Puig?
Sí, pero es un antídoto relativo, que no funciona como tal, por su puesto, apenas uno lee bien a Puig y uno lee bien a Borges, se da cuenta hasta qué punto esos dos escritores, que se ignoraron mientras coexistieron en el mundo, tienen muchas más cosas en común de lo que uno podría imaginarse. A priori todo los separa, generacionalmente, en términos de background biográfico, social, familias, relación con la cultura. Sin embargo, Borges y Puig están muy cerca uno del otro porque comparten una cantidad de nociones muy radicales sobre la literatura, la autoría en la literatura, la propiedad en literatura, la relación con la oralidad, que finalmente los ponen por momentos en una misma posición. Los dos son escritores que tienen una cierta actitud conceptual en relación con la literatura, los dos trabajan mucho con ideas, los dos eran cinéfilos recalcitrantes. En rigor, Puig no es exactamente el antídoto contra Borges; aunque para la literatura argentina, que siempre estuvo y está muy marcada por Borges, la aparición de Puig a fines de los años 60 fue un gran acontecimiento; era la primera literatura que aparecía como totalmente indiferente al paradigma borgiano, Puig escribía como si no hubiera leído a Borges, como si viniera de un planeta remoto donde de Borges ni siquiera se había oído hablar. Llevó mucho tiempo, unos 20 o 30 años, entender a este marciano que era Puig, una especie de punk de la literatura, que venía a decir sí, se puede hacer literatura sin saber de literatura, se puede hacer literatura con las voces de las mucamas, con las voces de los empleados de correo, con las letras de los tangos, con los diarios íntimos de mujeres de clase media baja de provincia; se puede hacer literatura con géneros menores, bastardos, sin prestigio, se puede hacer literatura sin estilo; tardamos en reconocer que ese escritor que pateaba el tablero, al mismo tiempo retoma de una manera muy tortuosa, yo no diría la tradición de Borges, sino más bien un arsenal; una caja de herramientas que Borges había puesto a punto durante 40 años de vida literaria. Yo diría que Puig y Borges comparten buena parte de esa caja de herramientas.
¿Cuál es tu relación con las plataformas como wattpad, con estas nuevas formas de transmisión de la literatura, en las cuales se publican novelas por capítulos, los usuarios comentan cada entrega como pasaría en otras redes, desencadenando un furor, una especie de beatlemanía del libro, cuando se supone que es una época donde el libro ya desapareció?
No estoy muy informado, pero no me cuesta nada imaginarlo, me parece que es la tendencia general, la lógica de las redes sociales está contagiando a todos los campos, esa lógica funciona sobre la base de dos conductas; la conducta groupie y la conducta heater, son las únicas dos posiciones posibles, que realmente producen una cierta dinámica en ese campo; seguramente hay gente que interviene de manera más inspirada o más inteligente o más perspicaz, pero las dos únicas potencias que mueven la escena son el odio, la injuria, y por otro lado, la fascinación, es como si todo se hubiera groupizado, pero por supuesto, los groupies en cualquier momento se vuelven haters, como sabía muy bien el pobre John Lennon. Me parece que la literatura es una especie de rehén, como lo son en general todos los bienes culturales tradicionales.
¿Cómo es la literatura que se produce ya en la red, para ser consumida en la red? Ahí hay una lógica muy de la industria cultural ahora, la idea de que el libro no puede perderse la explotación de fenómenos que nacen online, como los youtubers. En la Feria del Libro de Buenos Aires las colas de gente que espera autógrafos por un libro, las más largas son las de libros de youtubers, no las de los autores de best sellers. Ya no estamos hablando de literatura, estamos hablando de objetos culturales, o sea, de industria cultural; la relación con el público, y con la masividad del objeto libro, está cambiando completamente en función de una especie de reino del éxito, que es el mundo online. Al mismo tiempo, todo es absolutamente fugaz, pienso en Harry Potter y me parece tan antiguo como el Quijote, y Harry Potter es un fenómeno que, no sé, duró 20 años, terminó hace 10, o 15, no sé muy bien. Pero un éxito de la industria cultural como Harry Potter ya lo veo como a Stendhal, como alta literatura, porque finalmente eran novelas que una mujer se sentaba a escribir para ser publicadas en forma de libro, era un fenómeno completamente tradicional. Al lado de eso, estos productos que nacen online y que después llegan en forma de libro, tienen totalmente otra consistencia, si es que tienen alguna, están pensados para aparecer y desaparecer, para ser reemplazados rápidamente por otros, son como libros o historias, o experiencias narrativas que ya incluyen una cierta mortalidad. Al mismo tiempo, me parece que el libro tal como lo conocíamos, tal como nos gusta a nosotros, sigue existiendo y sigue funcionando, tampoco en este plano me gusta emitir veredictos apocalípticos.
Ahora cualquiera puede escribir en la Web, lo que sea, es una especie de, entre comillas, libre control de calidad; yo escribo como me sale, otro escribe muy bien, hay otro que escribe una novela, otro escribe simplemente un relato…
Es muy pasional, y a la vez es el retorno total del contenido, por supuesto, del contenido personal, que es lo que la gente dice de sí en las redes, lo que la gente pone de sí en los perfiles, las historias que cuenta, o sea, no hay otro contenido que no sea personal, esa especie de selfie narrativa. Y a la vez, de la escritura en sí, que es lo que uno está acostumbrado a leer en la literatura o a buscar en la literatura, se ocuparán otros, no se ocupa el escritor o la escritora, se ocupan otros, que son los editores, si es que hay también. Pero ya no importa eso, lo que importa es ofrecer una especie de contenido, y ese contenido está fatalmente marcado por la regla de lo personal, del yo, de la experiencia propia, etcétera. Creo que el problema es que eso empieza a afectar los criterios con los que la industria editorial decide qué publicar y qué no, ahí me parece que empieza a haber un problema.
A finales del año pasado teníamos agendada una entrevista con Marcelo Cohen, pero se canceló, poco tiempo después falleció. ¿Cuál de sus libros prefieres? ¿Te dejó una enseñanza de escritura?
Marcelo era un escritor único. El tipo de proyecto literario que desplegó a lo largo de su vida es increíblemente sostenido, consistente, inconfundible. En ese sentido, Marcelo es de una tradición de escritor como la de Juan José Saer, incluso como la de Borges, escritores que parecen proponerse escribir en función de un programa poético, político, estético absolutamente inquebrantable; eso quedó plasmado por esa gran invención que fue el Delta panorámico, que es el mundo en el que transcurrían las ficciones de Marcelo. Creo que hoy eso es algo casi sobrenatural, me parece extraordinario poder entrar en la obra de Marcelo, en cualquier lado por donde entres vas a encontrarte en medio de ese paisaje, en medio de ese proyecto, en medio de ese programa de escritura. A la vez Marcelo fue un gran ensayista, un gran ensayista muy a la inglesa, muy poco afrancesado, de hecho, él era muy anglófilo y traducía extraordinariamente bien del inglés. Creo que era alguien que tiene una cosa que en literatura es cada vez más difícil de encontrar, es como un lector con oído absoluto, creo que eso tiene mucho que ver con la relación que Marcelo tenía con la música, sobre todo con el jazz; era alguien que escuchaba la literatura, que es algo muy misterioso, que muy pocos escritores y muy pocos críticos tienen, cuando es lo primero que tendrían que tener. La muerte de Marcelo fue un golpe muy duro, así como fue un golpe muy duro para mí y para mi generación en Argentina, la muerte de Sergio Chejfec el año pasado también, como fue un golpe durísimo para mí y para nuestra generación, la muerte de Luis Chitarroni hace unas pocas semanas. Hay algo de ese mundo, de ese concepto de la literatura, de ese modo de vivir la literatura que se va con ellos, eso es algo un poco desolador. Pero a la vez me parece que en esos tres casos: Luis Chitarroni, Sergio Chejfec y Marcelo Cohen, lo que es extraordinario es la obra que dejan, esa escritura que dejan, está ahí y es indestructible, ahí hay algo a la vez desolador y apasionante, porque son tres escrituras irreductibles.