—Entrevista a Fabrizio Mejía Madrid—
En su despacho, Emilio Azcárraga, el fundador de Televisa, tenía una silla de seis metros, cuando quería regañar a alguien, le ordenaba subirse por una escalera, en el techo había un sistema de luces con parlantes. El más regañado era el Príncipe, su hijo Emilio, por sus amoríos con actrices divorciadas, por sus 103 despedidas de soltero. Nación TV (2013), es la saga de tres generaciones, la novela sobre la cadena televisiva que ha infectado las pantallas de los hogares de Latinoamérica, la que logró que el régimen perfecto siempre sea perdonado. Emilio Azcárraga Jr., ahora apodado El Tigre, ya no el Príncipe, al timón de su emporio, presumía de tener guardada en una caja fuerte la filmación de 16 milímetros de la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de Tlatelolco. El último del clan, también llamado Emilio, administra una debacle sostenida por la pauta oculta. Así como su padre vio hundirse a su yate favorito, el tercer Azcárraga no pudo impedir el fracaso del producto que lo iba a salvar: un candidato de diseño, con la apariencia de galán de telenovelas, al que le arreglaron un matrimonio con la rubia heroína de la cadena. Sirvió para encubrir el antecedente de sus masacres y su corrupción como gobernador, llegó a Palacio gracias a un fraude, manipulando las redes sociales.
Un doble de Luis Donaldo Colosio, el candidato presidencial del PRI asesinado en 1994, decide no darse por enterado, continúa haciendo campaña por el interior de México, hasta que le envían a un miembro del partido a detenerlo. La segunda edición de El Rencor (2024), es la novela sobre el partido único que para perpetuarse recurre a la necropolítica.
Fabrizio Mejía Madrid (Ciudad de México,1968), es escritor, periodista y analista político. Es editor de la revista Sentido Común, columnista de Sin Embargo, acaba de publicar su nueva novela, Memorias del Neoliberalismo (2024). Matriota, saltando encima de represas resecas para forzar la privatización del sistema eléctrico, el ataque militar a la Embajada de México en Ecuador y una campaña electoral violenta, conversó con Fabrizio sobre los entresijos de la literatura, la memoria y la política en América Latina. Un diálogo en clave de resistencia cultural, consonante con tiempos de enormes desafíos para la región.
Matriota: ¿Cómo trabajas con lo real en tus ficciones, en el caso de Nación TV, con la saga familiar de los Azcárraga, el apuntalamiento de su imperio mediático, a lo largo de tres generaciones, sus tentáculos en la política, hasta su larga decadencia, que parece no terminar?
Fabrizio Mejía Madrid: Albert Camus decía que la ficción es esa mentira a través de la que decimos la verdad. En el caso de Nación TV, yo estaba siguiendo un itinerario que me había planteado sobre el poder como tema literario. A ese pertenecen también la novela sobre el PRI, El rencor, y otras que narran las historias de personajes como Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968, diez días antes de la Olimpiada o Fernando Gutiérrez Barrios, el encargado de exterminar a la oposición de izquierda en México. Pero, no obstante que son las historias y sus detalles los que van tejiendo el hilo de sus huellas, lo que me interesa de la ficción es justamente su capacidad para decir la verdad.
En El Rencor se narra al partido único cómo tragedia y como farsa al mismo tiempo, el operador político que se mueve como un mafioso, el poder ligado al secreto y la conspiración, el magnicidio cómo espectáculo. ¿Cómo narrar lo político, cómo traer a la novela el cadáver de un partido que se niega a morir?
Pues, mira, justo estaba hablando de El rencor. Ahí lo que sucedió es que tenías una elección, como la de 1994, rodeada de cadáveres: el del propio candidato del PRI, Colosio, las decenas de muertos zapatistas en Chiapas, el propio presidente del PRI, Ruiz Massieu, que era, a su vez, cuñado del Presidente Salinas de Gortari. Entonces, tras el asesinato de Colosio, no hay ningún funcionario que pueda sustituirlo por ley, más que el coordinador de su campaña, es decir, el que tuvo la culpa de ponerlo en una trampa como era Lomas Taurinas en Tijuana. Es Ernesto Zedillo. Entonces alguien me cuenta que Colosio tenía cuatro dobles. Y yo imagino algo: qué tal que uno de los impostores se niega a retirarse de la campaña presidencial y sigue haciendo propaganda, visitando poblaciones, prometiendo resolver problemas. La novela arranca cuando a un viejo priista le encargan localizar al doble insumiso para que permita que Zedillo recabe la votación. El PRI gana en 1994 con un muerto, que es Colosio. Había ganado durante 70 años con muertos que votaban. Todo eso me daba pie a que el tono de la novela fuera inspirado por Pedro Páramo (1965) de Juan Rulfo. Muertos que votan por muertos. Al final lo político en el antiguo régimen se había vuelto, desde 1968, un puro artificio sin contenidos de ningún tipo, sin fondo para las escenografías que se ponían año tras año, con discursos que ya nadie entendía, ni el mismo orador, estatuas de héroes que tenían el mismo rostro adusto, y por supuesto inauguraciones de obras que no existían. El personaje principal es un jugador en un juego que es pura artimaña y doblez: es el PRI que existió sólo para conservarse en el poder. Se llama El rencor porque era como si el PRI se vengara de la Revolución que le había dado sustento, con saña, con odio. Y, por supuesto, de su propia población.
Catorce años después de su muerte, ¿cuál es el legado de Carlos Monsiváis, no sólo en la literatura y en el periodismo, también en el activismo político, campos que Monsiváis supo amalgamar mejor que nadie?
Sostengo desde hace décadas que Monsiváis era un estratega cultural, es decir, alguien que nos daba un foco sobre lo que valía la pena poner atención, reconocer, y pensar y hasta sentir. Él pone en el centro lo marginal desde un punto de vista cultural. Por ejemplo, géneros no valorados se reconocen, como la fotografía, la caricatura política, el cómic. Hasta la lucha libre. En el ámbito del activismo, el feminismo, la igualdad de todos los géneros, el ambientalismo, los movimientos sociales. Él es el que nos dice a todos los que andábamos en las labores de rescate cuando un terremoto tira el centro de la ciudad de México en 1985: “Han tomado el poder”. Y nos damos cuenta cuando él lo escribe de que, en efecto, podemos funcionar sin el gobierno de la capital porque nos hemos hecho cargo, en días, del rescate, los albergues, el tráfico, la distribución de comida y ropa. Él le llama a eso “sociedad civil”, nombre que, mucho tiempo después, se lo apropiará la derecha neoliberal. Pero el origen fueron dos crónicas de Monsiváis publicadas en la revista Proceso.
En La Ideología Alemana (1932), Marx y Engels se refieren al lenguaje como: “…la conciencia práctica, que existe realmente para los otros seres humanos y por tanto también para mi mismo; y el lenguaje surge, como la conciencia, de la necesidad, de la exigencia de una interacción con otros seres humanos”. ¿Qué significa en América latina, producir y significar con la palabra en estos tiempos?
La palabra debe recobrar su intención de decir verdad. Creo que parte del enfrentamiento que vive América Latina entre los fascistas neoliberales — me refiero a esa derecha como la de Javier Milei que ya no cree en la democracia, sólo en el libre mercado de los monopolios — y las izquierdas tiene que ver con un choque entre la mentira, eso que Trump llamó la post verdad, y la verdad. Una reside en los medios y las redes digitales. La otra sigue estando afuera, en las calles. Pero no es suficiente. Hay que crear sentido. Cuando tú tienes un hecho tras otro, un desmentido tras otro, lo que tienes es el equivalente a los recuerdos. Pero cuando tienes una narración de los hechos que les da sentido, tienes una memoria. El uso del sentido no es sólo para comunicar sino que debemos aspirar a transmitir, es decir, a legar culturalmente una transformación. Es todo palabra pero mueve multitudes y es capaz de salirse del presente para ir hacia el futuro. La palabra como verdad tiene todavía esa potencia. No la ha perdido en su disputa siempre desigual contra la mentira. Viaja lenta la verdad pero llega.
Para Bolívar Echeverría (1941–2010) la cultura es “cultivo crítico de la identidad (…) todo lo contrario de resguardo, conservación o defensa; implica salir a la intemperie (…) aventurarse al peligro de la ‘pérdida de identidad’ en un encuentro con los otros realizado en términos de interioridad o reciprocidad” ¿Cuál crees que es el rol de este cultivo crítico identitario en la política de la izquierda latinoamericana?
Creo que debemos emprender una nueva forma de construir las subjetividades colectivas. Pensando en Bolívar Echeverría y en Enrique Dussel creo que nuestra forma política de estar en el mundo debe ser, primero, una ética y no una ontología. ¿Qué quiero decir? Que la preocupación por la identidad debería ser un terreno de la terapia pero no de la política. No deberíamos de asistir a la esfera pública en busca de nuestros reflejos, ni pensar lo político como una expresión identitaria. Creo que es un error que han cometido los estadounidenses y ahí están metidos en las identidades mientras siguen teniendo los mismos dos partidos políticos cada cuatro años. Creo que es una trampa y que buena parte del fracaso de la Constitución en Chile se debe a esa confusión. La política debe ser un ejercicio de ética. No qué soy y cómo me represento sino que le debo a los demás. Sólo con esa apertura al otro podemos hacer política desde la izquierda. una ruta opuesta al egoísmo es hacerse cargo del otro, del vulnerable, no como una extensión del yo individual, sino como una responsabilidad ineludible para ayudarlo. El contenido de lo que entendemos por libertad cambia y se hace compromiso social. En el prójimo está el sentido de la existencia. Incluso en la ingratitud del otro estará el sentido de abrirse sin llegar nunca a la tierra prometida, como dice Levinas. Es una ética que puede, incluso, ser colectivamente épica.
Atravesamos un momento conflictivo en la región: Milei vs Maduro, ataque militar a la Embajada de México en Quito, ruptura de relaciones diplomáticas entre Perú, Chile, Panamá con Venezuela, así mismo entre Perú y México ¿El contexto global geopolítico nos está empujando a una balcanización de la región latinoamericana?
Creo que hay naciones que están padeciendo una crisis de historicidad y de la idea misma de futuro compartido. Lo que ha sucedido con quienes votaron a Milei en Argentina es como si una sociedad ya golpeada por la desigualdad se dijera: “Mi proyecto es que a todos les vaya tan mal como a mí”. El individualismo no sirve para tener un horizonte histórico de la acción. Es la antípoda de lo que ha sucedido en México con AMLO: es el Primero los pobres. Es decir, la inclusión de una mayoría olvidada por el Estado neoliberal, el gobierno como gerencia de supermercado. En México sucedió lo contrario que en Argentina. Aquí la igualdad política precedió a cualquier política social que buscara la equidad. Los excluidos de la vida pública, los plebeyos, irrumpieron como ciudadanos con una nueva forma de pertenencia a la república que les dió la política. Renació el orgullo por ser mexicano pero desde la política, de estar informados, de discutir los temas nacionales, de reconocer lo que le debemos a los más pobres y vulnerables. Lo de Argentina se ve más como un abandono colectivo de la idea de destino. Un: “que se jodan todos”.
Si gana Trump en noviembre e interviene militarmente en México y en Venezuela ¿ves un escenario de guerra regional?
Trump utiliza la amenaza como una forma de presión para negociar. Va recogiendo las manifestaciones de lo que un sector de los blancos pobres, los que se quedaron sin trabajo con la relocalización de empresas a México y, después, a China y la India, los que sienten que el discurso de las identidades políticas les dejan sin un lugar simbólico en la idea que tuvieron sus padres de lo que es “América”. Pero esa desorientación no la han logrado convertir en política. Desde la despolitización son capaces de apoyar a un magnate para que acabe con el “deep state” y, cuando toman acción, entran al Capitolio sin ninguna idea clara de para qué. Es una decadencia casi de manual. Como cuando llega a ser emperador Marco Aurelio Cómodo en el 161 después de Cristo, que asiste como gladiador para aumentar su popularidad, aunque se descubre después que hace trampa para que sus contrincantes tengan armas melladas o inservibles. Esa confusión entre espectáculo y política es lo que matará a Estados Unidos como terminó con Roma.