—Entrevista a Verónika Mendoza—
El reto de América Latina para el siglo XXI, continúa siendo la lucha contra su destino impuesto de enclave neocolonial. El reto sigue siendo la emancipación ante los modelos de los Estados oligárquicos coloniales que después de las revoluciones liberales devinieron en Estados liberales oligárquicos, los cuales se modernizaron para ser estos Estados plutocráticos oligárquicos que tenemos, todos ellos autoritarios, así sean de formas democráticas o dictatoriales; todos han sido piezas angulares para el modelo primario exportador, determinado por el mercado mundial de los centros de acumulación y desarrollo.
Una dictadura cívica en marcha, la urgente necesidad de una Constituyente popular desde y para el pueblo para dotar de legitimidad a un Estado fallido, la represión y la necropolítica desde las elites, el control del aparato productivo local de manera cada vez más directa con presencia militar extranjera; todo esto, quizá parece una situación de los setentas o sesentas del siglo pasado, pero no, es parte constitutiva de un proceso convulso de la actualidad peruana y latinoamericana. Subdesarrollo estructural, nada nuevo, pero en un momento de radicalización de la voracidad del modelo neoliberal y su penetración en la subjetividad de las sociedades, en tándem con las contradicciones geopolíticas globales de dimensiones inconmensurables por la disputa de la hegemonía entre un modelo multipolar que desplaza poco a poco a una globalización unipolar.
De esto y más conversamos con Verónika Mendoza (Cusco, 1980) en días pasados; Verónika Mendoza ha sido candidata a la presidencia del Perú en 2016 por el Frente Amplio y en 2021 por Juntos por el Perú; luego fue Congresista por la circunscripción de Cusco por Gana Perú. Durante su labor legislativa, fue vicepresidenta de la Comisión de Cultura y Patrimonio Cultural y miembro titular en la Comisión de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuanos, Ambiente y Ecología. Actualmente es dirigente de Nuevo Perú , miembra activa de Feminista Internacional y una de las referentes de la izquierda latinoamericana contemporánea.
Matriota: Vienes de madre francesa y padre cusqueño, ambos militantes de izquierda, tu padre estuvo vinculado al sindicalismo cusqueño, te formaste en Perú y París ¿Cuál es tu lectura, desde la experiencia personal y también desde la reflexión social, de esta imbricación entre América latina y Europa en este siglo XXI ¿algo ha cambiado o en el fondo seguimos en las mismas épocas pretéritas?
Verónika Mendoza: Creo que esta relación la vivimos de manera muy compleja, ambigua, tirante. Claramente me sitúo como peruana y latinoamericana, aquí es donde nací. Tengo una madre francesa, aprendí mucho de la cultura europea, pero mi corazón está aquí en el Perú. Siempre hemos visto a Europa como el modelo a seguir en términos de democracia, en términos de progreso económico, de bienestar y, al mismo tiempo, como un centro de opresión colonial, por la vieja huella en nuestra historia pasada, pero que sigue vigente en las secuelas de racismo, de clasismo que sufrimos desde Europa, pero también dentro de nuestro propio territorio, entre distintos fragmentos de nuestra propia sociedad. Pero creo que eso está mutando, porque Europa, dentro de esta ambigüedad y complejidad tirante que antes mencionaba, se está desdibujando completamente, porque la democracia liberal hace agua ante la emergencia de una ultraderecha cada vez más violenta y fascista. Hoy vemos cómo Europa, que otrora era referente, aunque fuera simbólicamente, de la defensa de los derechos humanos, es un cómplice enmudecido de guerras y genocidios en el Sur global. Es doloroso, pero también desafiante, porque nos convoca a mirar con mayor responsabilidad nuestro propio aporte como latinoamericanos a esta disputa por un nuevo orden global, cuya recomposición esta vez no puede depender solamente de Europa, Estados Unidos o China, también tienen que escucharse las voces del Sur global, las voces de América Latina y del Perú en particular. Y tenemos que pensar, entonces, cuál es nuestro aporte a la civilización global, en términos simbólicos, pero también concretos: ser una región de paz, de lucha por el cambio, de cuidado de la vida y la madre naturaleza.
En el Cusco ha pasado mucho en el ámbito de la lucha sindical desde finales del siglo XIX, con dos particularidades interesantes. Primeramente, no tuvo el desarrollo industrial de otras urbes, por lo que sus bases sindicales no responden al “obrero” propiamente dicho. La otra particularidad es que en varios momentos la lucha sindical en Cusco se da antes que en Lima y en otras ciudades, especialmente en las organizaciones estudiantiles. Testimonios orales mencionan la utilización del término “werataqa”, una forma despectiva de referirse a los comunistas ¿Cómo te influenció esa tradición sindical en tu formación y posteriormente en la vida política?
Sí, ha habido una importante tradición sindical en el Perú; y en el sur del Perú y en el Cusco en particular, pero, aunque esto haya sido negado, invisibilizado por la academia y por la propia política, esta tradición estuvo siempre permeada por una identidad campesina y sobre todo indígena. Aunque no fuéramos del todo conscientes, ni en el momento, ni en el análisis posterior de esta dimensión, cuando se constituyeron los movimientos sindicales, campesinos, en las primeras luchas por la recuperación de la tierra que dieron lugar a la Reforma agraria, que luego oficializó el General Velasco Alvarado, siempre estuvo presente esta intersección entre la dimensión sindical obrera, y la clave indígena, con una fuerte dosis de reivindicación identitaria y cultural, la misma que ha vuelto a emerger en el contexto del último estallido, donde un conjunto de organizaciones sociales, sindicales y políticas se han movilizado con una demanda política de respeto a la soberanía popular —respeto al voto, el adelanto de elecciones, nueva Constitución— que incluye también, implícita o explícitamente, la reivindicación de su identidad y cultura. Amplios sectores de la población que no se identificaban a sí mismos como indígenas o herederos de la tradición indígena, empiezan a hacerlo. Aquello de lo que la herencia colonial los obligaba a sentir vergüenza: su origen, su apellido, su lengua, empiezan a reivindicarlo con orgullo. Empiezan a asumir desde esa identidad un protagonismo político que está removiendo a toda la sociedad y a la política peruana.
El Perú vive en un Estado privado indirecto, una característica de la democracia liberal capitalista, particularmente en América Latina. Luego de la vacancia y el encarcelamiento de Pedro Castillo ¿cómo es que el Perú ahora está bajo un régimen cívico militar?
Creo que es importante remarcar que en diciembre pasado cumplimos un año del gobierno de Dina Boluarte, de esta dictadura cívico militar, bajo el yugo de una coalición autoritaria, conservadora, mafiosa. No hay que confundir las cosas, Dina Boluarte es un títere ocasional que por ahora le es funcional a esta coalición, pero que en cualquier momento pueden desechar. Lo que tenemos es esta coalición liderada por la ultraderecha parlamentaria, amparada por los grupos de poder económico, el oligopolio mediático y, por supuesto, las Fuerzas Armadas y policiales, que son las responsables directas de la represión más brutal que hayamos vivido en el Perú en las últimas décadas, con un saldo de 70 muertos, de los cuales 49 son ejecuciones extrajudiciales. Esto no lo digo yo, está documentado con videos, con pericias que han analizado no solo organizaciones de derechos humanos, sino organismos internacionales como la CIDH. Hablamos de ejecuciones extrajudiciales no solo por la cantidad de asesinados, sino por el patrón que se ha seguido en la represión: las fuerzas del orden han disparado directamente al tórax, a la cabeza, o por la espalda, como ocurrió con Rosalino Flores, un joven hijo de campesinos, de 22 años, que estudiaba gastronomía aquí en Cusco, que recibió 36 perdigones de plomo por la espalda mientras huía de la policía, no la estaba enfrentando. Así podríamos contar muchos otros ejemplos. Con esto quiero dar cuenta de la brutalidad del régimen, pero también de una de las causas más profundas de la crisis que estamos atravesando: el profundo racismo y clasismo que nos atraviesa como sociedad, legado de estos 500 años de colonialismo. Como Rosalino, la absoluta mayoría de las víctimas eran campesinos o hijos de campesinos, indígenas quechuas o aymaras.
Entonces, si vemos la crisis en clave más coyuntural, podríamos decir que empieza en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2021, cuando la derecha y la ultraderecha deciden desconocer la voluntad popular y empiezan a alegar un supuesto fraude. Desde el primer día buscaron vacar por todos los medios al entonces presidente Pedro Castillo, no como respuesta a su gestión, sino porque no soportaban, no podían permitir que un campesino, que se había atrevido a cuestionar su modelo y su orden colonial y neoliberal, fuera presidente. Lamentablemente, Pedro Castillo, con su inconstitucional y absurdo intento de golpe, de cierre del Congreso, que resultó fallido, les dio el pretexto perfecto a la derecha y a la ultraderecha para consumar el golpe que venían preparando meses atrás. Sin embargo, esta crisis no empieza ni en 2021, ni en 2022, es el resultado de 30 años de neoliberalismo depredador, con sus secuelas de precarización de la vida y del trabajo, de mercantilización de los derechos, de depredación de la naturaleza, y de 500 años de colonialismo, con sus secuelas de racismo y clasismo; que no es solo desde las élites hacia amplias mayorías de la sociedad, también nos atraviesa dentro de la propia sociedad, dentro de nuestras propias familias.
¿Qué posibilidades tiene la izquierda peruana y latinoamericana de revertir, o de hacer un mediano contrapeso a los intereses corporativos en contubernio con las elites locales? ¿Otro mundo es posible?
Sin lugar a dudas, por eso seguimos en la batalla, a pesar de la impunidad de los mafiosos, a pesar de la persecución, la criminalización hacia quienes proponemos cambios, de este clima dictatorial que ciertamente genera temor y ha hecho que se replieguen un poco las movilizaciones. Tuvimos un nuevo momento de movilización en diciembre pasado, estamos impulsando procesos de articulación entre organizaciones sociales, políticas, sindicales, partidos, organizaciones de derechos humanos, colectivos culturales, para poder resistir, para frenar a la mafia, para exigir justicia para las víctimas de la represión. Pero lo que nos está faltando, y esto probablemente nos va a tomar un poco más de tiempo, es construir una alternativa política que conecte con la rabia y el hartazgo de la gente, que sea capaz de ofrecer un orden más justo, más democrático. Esperanza, eso es lo que hoy nos toca construir. Tomando en cuenta la crisis múltiple que atravesamos a escala nacional —política, social, económica, cultural, climática— pero también a escala global; una salida a la crisis en el Perú no puede ser ajena a lo que está pasando en el contexto global, donde estamos viviendo un cambio de época, una disputa que no es solo por la hegemonía en términos políticos y económicos, sino también civilizatorios. Estamos disputando lo que va a primar en el sentido común de la humanidad en las próximas décadas o siglos, estamos definiendo si va a primar la cultura de la muerte o la cultura de la vida. Para eso tenemos que ser capaces de frenar a las mafias, de enfrentar a la ultraderecha, de conectar con la rabia y el hartazgo de la gente, pero al mismo tiempo de ofrecer esperanza y una salida profundamente transformadora. Ya no podemos seguir apostando a sostener una democracia liberal en la que nadie cree. No solo la ultraderecha no cree en la democracia liberal; nunca creyó, aunque en algún momento hizo el ademán de que creía; sino que el propio pueblo ya no cree en esta democracia que ya no le da lo que necesita. No podemos pretender seguir haciéndole parches, arreglos, maquillajes a un modelo neoliberal que claramente está haciendo agua. Creo que ese es nuestro desafío como izquierdas en el Perú, a nivel latinoamericano y a nivel global: asumir el cambio de época, asumir la dimensión de la batalla que estamos enfrentando.
Luego de la represión y persecución que se desencadenó contra la izquierda en el Perú durante el régimen de Fujimori ¿cómo intentar construir un poder popular, coordinado con otros procesos en Latinoamérica?
Para comprender lo que está pasando en el Perú es importante remarcar que la izquierda fue víctima durante las dos últimas décadas del siglo XX del terrorismo, por un lado, de las organizaciones subversivas, particularmente de Sendero Luminoso, que también persiguieron a las izquierdas, asesinaron a líderes sociales, sindicales y políticos y, por otro lado, la dictadura fujimorista, que aniquilaron política y físicamente a muchos de sus liderazgos. Pero a pesar de que la izquierda fue víctima de este doble terror, terminó estigmatizada como irresponsable y violenta. Con el golpe y la Constitución del 93 “los vencedores” instalaron su narrativa en la que el ajuste y el neoliberalismo son la salvación, pero también su narrativa antipolítica y antiizquierdista en la que “los independientes” son los salvadores. Nos ha costado mucho y nos está costando aún despercudirnos de esta estigmatización que la derecha, la ultraderecha y los medios de comunicación se empecinan en reavivar. Se habla mucho en Perú, probablemente han escuchado hablar de este término, del terruqueo; es la forma en la que las élites, los grupos de poder que no quieren cambios, estigmatizan a quienes planteamos transformaciones profundas, no solo nos tildan de rebeldes, sino de terroristas, lo cual termina legitimando la persecución política, la criminalización judicial, e incluso, la eliminación física. Incluso ahora —vuelvo a las 49 ejecuciones extrajudiciales de las cuales hablaba hace un momento— hay decenas de líderes sociales, sindicales y ciudadanos que están siendo perseguidos, criminalizados, procesados por organización criminal, por apología al terrorismo, algunos de los cuales incluso están en prisión preventiva, solamente por haber ejercido su derecho a la protesta. En estos momentos, por ejemplo, hay cuatro jóvenes campesinos de una comunidad de Pisac, aquí en Cusco, que llevan ya nueve meses de prisión preventiva por haber protestado en enero; es una forma de aleccionar a la ciudadanía para que ya no se siga movilizando. Esas son las secuelas de la dictadura fujimorista que lamentablemente siguen activas.
¿Es posible un proceso constituyente en el Perú?
Sí, es el momento de un proceso constituyente, el pueblo peruano ha tomado conciencia de que este modelo ya no da más, de que la crisis no es solamente coyuntural, ni de gobierno, sino que es una crisis profunda y estructural, como resultado de estos 30 años de neoliberalismo depredador y 500 años de colonialismo. Eso se revela claramente en las encuestas: entre un 80% del pueblo peruano repudia a Dina Boluarte y exige su salida, un 90% repudia al Congreso, pero también un 70% a nivel nacional demanda una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución. Ahora, en las regiones del sur, donde estoy en estos momentos, se sitúa más bien entre un 80 y 90% de gente que demanda una nueva Constitución.
Además, aunque la derecha y la ultraderecha van a tratar de impedirlo por todos los medios, yo diría que el proceso constituyente ya empezó, quizás no en términos formales aún; pero ya empezó en las conciencias. Primero, por esta toma de conciencia clara y mayoritaria del pueblo peruano de que ya no se trata de parches ni de maquillaje, de que necesitamos cambios de fondo; por otra parte, un amplio sector del pueblo peruano que solía estar callado y cabizbajo, porque así se lo exigía la opresión colonial, porque se le enseñó a tener vergüenza de lo que era, de lo que sentía, de lo que hablaba, hoy ha levantado la cabeza, ha alzado la voz, no solo se ha atrevido a plantear una agenda social, sino una demanda política, a ejercer un protagonismo político que antes le fue negado. Entonces el proceso constituyente ya se abrió, ahora necesitamos organizar la rabia, necesitamos articular las distintas iniciativas, las distintas demandas, las distintas expectativas, para poder coincidir no solamente en el rechazo a este modelo caduco, sino también poder coincidir en un proyecto político transformador y emancipador que se consagre en una nueva Constitución que esta vez sí esté escrita por el pueblo. Yo creo que sí es posible, el proceso constituyente ya se abrió camino.
En este proceso de ir construyendo un nuevo poder constitucional ¿qué rol tienen las mujeres? ¿Cuáles son los retos de un feminismo popular en el Perú, o quizá de un feminismo indígena?
Aunque hayan sido invisibilizadas, aunque sus voces hayan sido negadas, a lo largo de la historia de la resistencia en el Perú las mujeres han sido siempre protagonistas. Desde Micaela Bastidas, Tomasa Tito Condemayta, que no eran solamente compañeras de aquellos hombres que lideraban la gesta emancipadora, sino que estaban en el campo de batalla, hasta las mujeres campesinas que fueron protagonistas de las luchas por la recuperación de la tierra previas a la Reforma agraria. Incluso ahora, en el contexto del último estallido, las movilizaciones en las calles han sido la mayoría de las veces lideradas por mujeres campesinas, indígenas, de Cusco, de Puno, de Ayacucho. Lideradas y además organizadas y sostenidas por las mujeres que son las que se han hecho cargo, no única, pero principalmente, de la colecta de recursos para poder asegurar el traslado, la subsistencia de las delegaciones que se movilizaban en sus regiones, pero también iban hasta Lima, son las que aseguraron la alimentación en las ollas comunes, la salud y la atención a los heridos víctimas de la represión, pero también son las que han sido más duramente golpeadas. Es cierto que la mayoría de las víctimas mortales del último estallido son hombres, jóvenes, principalmente campesinos, indígenas o hijos de campesinos indígenas, pero las mujeres, al haber liderado las movilizaciones han sido brutalmente reprimidas, crudamente insultadas y estigmatizadas. Recuerdo mucho una imagen en la cual una delegación de mujeres de Puno en Lima se movilizaba de manera absolutamente pacífica, muchas de ellas con sus hijos en la espalda, en sus mantas, sus llikllas, en un momento una de ellas se acerca a la policía con los brazos abiertos invocando a empatizar con su lucha, como diciéndole: “tú también eres hijo del pueblo”, pero su abrazo fue respondido con lacrimógenas y palos. Pero las mujeres están resistiendo en los territorios contra el extractivismo depredador, defendiendo sus lagunas, sus bosques, impulsando procesos de transformación desde los territorios, donde está otra clave del poder constituyente.
Porque cuando hablamos de proceso constituyente pensamos mucho en la dimensión institucional —la convocatoria a la Asamblea Constituyente, la elección de los constituyentes, los contenidos de la nueva Constitución—, que ciertamente es algo para lo que nos tenemos que preparar y nos estamos preparando en el Perú. Pero debemos pensar también y sobre todo en que el pueblo es el soberano, el dueño del poder constituyente, y nada ni nadie le puede impedir que ejerza ese poder en su propio territorio. Creo que deberíamos valorar y promover con más fuerza estas iniciativas de resistencia en los territorios, con experiencias de gestión de las riquezas de manera participativa por parte de los propios pueblos, con las experiencias de autogobierno que están empezando a producirse en la zona aymara o en la Amazonía con, por ejemplo, la constitución de gobiernos territoriales autónomos por parte de los pueblos indígenas, que son una respuesta a la absoluta decadencia del Estado tal como lo hemos conocido. Cuando hablamos de un proceso constituyente, de un proyecto político transformador, no podemos pensar solamente en la dimensión estatal, insisto en el ejercicio del poder popular constituyente desde los territorios, desde experiencias concretas de autogobierno que se están dando en la zona rural, campesina, indígena, que ojalá también podamos promover en las ciudades. Ahí está nuestro gran desafío.
¿Qué papel debe tener el arte en la política?
Para mí son dos dimensiones que están estrechamente imbricadas, te lo voy a poner con un ejemplo muy concreto y reciente. En las últimas movilizaciones, de diciembre a marzo, todo el tiempo la gente ha cantado y bailado, también ha lucido sus mejores polleras, sus mejores ponchos. Esa ha sido una de las formas más potentes de resistir, de protestar, de reivindicar una identidad y protagonismo político y cultural, plantear implícitamente una nueva política. Las formas de organización, de movilización, las ollas comunes son también expresión de una tradición, de una cultura colectiva, solidaria, comunal, que estamos empezando a reinvindicar con más claridad y convicción. La dimensión artística y cultural es intrínseca a la política, es indispensable para la batalla que estamos librando. Hoy la batalla se está librando en el terreno de los sentidos comunes, es una batalla por la hegemonía cultural, en la cual la ultraderecha nos ha estado ganando terreno con sus discursos de odio, azuzando el miedo, han logrado conectar con el alma de mucha gente. Tenemos que tener un programa coherente, articulado y transformador, que plantee una nueva economía, un nuevo Estado, pero también tenemos que ser capaces de conectar con el alma del pueblo, con nuestras propias almas, y ahí el arte tiene un papel fundamental para conectar con las vibras más profundas de nuestro ser.
¿Qué te roba el sentimiento, la música o la literatura? ¿O ambas?
¡La música! Somos un pueblo que canta y baila, que lo hace no solamente en búsqueda de goce, sino como una forma de luchar, de resistir, de sostener la esperanza en estos tiempos difíciles. No puedo evitar pensar, por todo lo que hemos conversado, en una canción que ha resonado a lo largo y ancho del país, que ha acompañado todas las movilizaciones de estos últimos meses al ritmo de banda puneña que muestra la importancia de la música para la resistencia de los pueblos:
“Esta democracia ya no es democracia,
Dina asesina el pueblo te repudia
Sueldos millonarios para los corruptos
Balas y fusiles para nuestro pueblo […]”
Recientemente me ha gustado releer a José María Arguedas, por la delicadeza y la profundidad con la que devela el alma del pueblo peruano, esa alma indígena, de la cual no tenemos mucha conciencia aún, aunque se va despertando cada vez más. Y, sin lugar a dudas, es totalmente pertinente releer a Mariátegui en estos momentos, porque hace cerca de 100 años ya nos hablaba de una crisis global, de la necesidad de librar una batalla cultural para asegurar que la salida a esta crisis no sea el odio, la violencia y el fascismo, sino la democracia, la emancipación, la justicia y la belleza, porque Mariátegui nos decía que nuestra lucha no es solo por el pan, sino también por la belleza.