— Entrevista a Mario Santucho —
“Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”.
Walter Benjamin, Sobre el Concepto de Historia
“La vida está hecha de la misma madera de los sueños” decía Aníbal Quijano, sobre esa especial relación entre la estética y la política en América Latina; la utopía es un proyecto de reconstrucción del sentido histórico de una sociedad, anotaba Quijano en 1988. Sin citar explícitamente al gran filósofo marxista peruano, reflexionamos con Mario Santucho (Buenos Aires, 1975) en torno al recorrido, aquí y ahora, de las mismas y de nuevas luchas, de formas y de fondos, marcando algunas coordenadas del dilema de nuestras generaciones frente a la urgente reconstrucción creativa de un sentido emancipador para ya.
En una mañana cálida de café y mate en el pasado próximo, charlamos con Mario sobre Bombo, el reaparecido (Seix Barral, Buenos Aires, 2019), su libro sobre uno de los legendarios comandantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Hijo del mítico comandante guerrillero del Partido Revolucionario de lo Trabajadores (PRT) y del ERP, Mario Roberto Santucho; pasó su infancia en Cuba, estudió Sociología en la Universidad de Buenos Aires (UBA), formó parte del Colectivo Situaciones, es editor de revista crisis, publicación bimensual de política y cultura, que refundó en 2010 junto a un nuevo equipo de editores, crisis fue perseguida por la dictadura cívico miliar, cuando era dirigida por Eduardo Galeano. La conversación con Mario abordó la historia política, la estética y la utopía, en otras palabras, la creación de procesos de liberación social frente a la dominación en América Latina, de sus formas en el pasado y las sensibilidades del latinoamericanismo que nos conforman y anteceden, así como de los retos que ahora mismo enfrentamos, a partir de la investigación militante.
MATRIOTA: La subjetivación anterior a la especialización de los saberes en la posmodernidad es propia del latino americanismo del proceso cubano, que mezclaba la reflexión social con la estética. ¿Qué encuentras de esa herencia emancipadora de la izquierda cubana en ti?
Mario Santucho: Mi subjetividad tiene como epicentro de su constitución a Cuba, su revolución y todo lo que generó en el siglo XX en América Latina. Es decir la idea y la evidencia de un proyecto de vida colectivo y revolucionario. Esas leyendas, esas historias, sus legados están en el núcleo de mi imaginario. Mis viejos fueron parte fundamental de esa experiencia en Argentina. Mis padres adoptivos también se inscribieron de una manera muy fuerte en esa historia, yo diría menos ideológica que afectivamente, lo cual es más decisivo. Ellos me criaron a mí en Cuba, luego de que a mis padres biológicos fueran desaparecidos por la dictadura militar, es decir asesinados. Mi infancia en La Habana transcurrió en un momento particularmente virtuoso del socialismo cubano, en términos de modelo de bienestar popular, hacia finales de la década de los 70 y comienzos de los años 80. Ahí me crie, hice mis primeras andanzas educativas, disfruté la vida barrial, el juego, tuve muchos amigos en ese contexto. Soy muy afortunado de haber vivido esa experiencia.
Siempre digo que si hubiera sido adulto en los años setenta en Argentina, habría estado donde estuvieron nuestros viejos. Yo nací en el 75, no viví esa historia, pero siento una pertenencia ética profunda con lo que hicieron. La necesidad de pensar un tipo de militancia, o de proyecto vital, en el que se entrelacen dimensiones que no suelen estar siempre vinculadas para poner en juego un devenir que sea transformador en sí mismo. La política transformadora no es ni una esfera, ni un tema sobre el que opinar, ni un objeto de estudio; es una práctica que tiene dos atributos fundamentales: la resistencia y la creación. Son atributos que tienen que ir juntos, pero que a su vez implican procesos y desafíos paralelos en los que se trata de desplegar experimentos que sean eficaces. En el plano de la resistencia, la cuestión es cómo enfrentar al poder. En el plano de la creación el desafío es construir una forma de vida superadora, una alternativa social. Son dos planos muy distintos pero que tienen que ir juntos. De eso se trata para mí la política revolucionaria, de construir experiencias colectivas que reúnan estas dos cuestiones. ¿Cómo hacemos para construir una resistencia práctica que nos impida adecuarnos al modo de vida que te propone el poder hoy? ¿Cómo tener una lectura sobre las formas de opresión contemporánea para ejercer un contrapoder en ese sentido? Y por otro lado: ¿cómo desplegar una imaginación política que pueda abrir un horizonte efectivo, no sólo en el plano del programa o de la escritura, sino también en el plano de la creación concreta de procesos? Entonces, me parece necesario recuperar esa impronta que mencionan, capaz de asumir debates ideológicos profundos o estratégicos, junto a una imaginación artística y experimentos en otros planos o disciplinas expresivas. Y hacerlo en un tipo de articulación que no sea ni mercantil ni estatal, al menos en su esencia. Tiene que ser una articulación específicamente transformadora, que siempre esté poniendo en juego estas dos cuestiones: la resistencia y la creación. Los años setenta fueron precisamente un punto de cristalización muy alto de esta exigencia.
Para conseguirlo es necesario dar vuelta a ciertas páginas, abrir nuevas ventanas, los años setenta necesitan ser recalibrados, repensados, recreados. Creo que la izquierda latinoamericana hoy está en un problema muy serio de vigencia, de frescura, de capacidad disruptiva. Mi generación, junto a quienes arremeten en este nuevo siglo, tenemos que ser capaces de desafiar a nuestros propios antecesores, sin miedo a ser irreverentes. Usamos una frase: para hacer lo mismo, hay que cambiar. Una fidelidad que no tolera la copia, sino que se arroja a replantear sin pruritos, lejos de la solemnidad. Esa es nuestra impronta política, al menos en la revista crisis.
Bombo regresa
En el epílogo de Los casos del Comisario Croce (2018), Ricardo Piglia cita a Jorge Luís Borges: “en la vida los delitos se resuelven — o se ocultan, usando la tortura y la delación…” (…) El problema es que la tortura y la delación han sido asimilados por el sistema de justicia, para enturbiar su propio accionar. ¿Bombo, el reaparecido fue para ti un acto de venganza o un ejercicio de reparación?
Ninguno de los dos. Ni venganza, ni reparación. Esos son los términos de una justicia que se ha impuesto, por lo menos en Argentina, en nuestra experiencia colectiva de construcción de memoria, y que deja afuera un tercer aspecto. Participé en la experiencia de H.I.J.O.S., también acompañando a las Madres de Plaza de Mayo cuando más chico, y poco a poco en estos organismos de derechos humanos se ha ido imponiendo la idea de una reparación por parte del sistema institucional democrático. La venganza siempre fue, por su parte, el motivo de nuestros juegos infantiles, lo cual si bien ubica el asunto en un plano más bien lúdico no me parece para nada algo ingenuo: lo infantil es un un campo de fantasía muy importante. Para mí hay una tercera dimensión de la justicia que no cabe dentro de este marco institucional que nos ofrecen las democracias contemporáneas. Tiene que ver con la famosa frase de Walter Benjamin, que dice más o menos así: “nuestros muertos no estarán a salvo hasta que no hayamos vencido”.
Es como si hubiera un litigio que no se ha resuelto, aunque tuvo un desenlace circunstancial que fue la derrota histórica de la generación de nuestros viejos. Pero ese duelo, en términos borgeanos, permanece y se relanza a cada rato, porque la historia va más allá de las generaciones y de las personas en sí mismas. No estamos juzgando simplemente hechos del pasado, de ahí la importancia de la memoria como territorio. El hecho de que los portadores de esos proyectos de futuro hayan sido aniquilados físicamente, no quiere decir que sus búsquedas y figuraciones no estén disponibles, están resurgiendo siempre de alguna forma, en movimientos políticos, experiencias creativas. Eso para mí es hacer justicia, recrear los términos de esa búsqueda, hacerlos existir de vuelta. Mientras más potente, mientras más capacidad de concretarse tengan, más haremos justicia. Por eso no se trata de venganza, sino de reaparición. De ahí el título del libro.
Bombo se fuga cada vez, lo cual, además de darle un halo legendario, provoca la sospecha de una posible colaboración como infiltrado del aparato represivo, a consecuencia de haber sido quebrado por la tortura. En Bombo, el reaparecido, encontramos lo que Walsh denominaba “la novela policial del pobre”, una ficción donde la derrota es revertida por una utopía de reivindicación. Pero esta ficción requiere de una investigación previa, porque ahí es donde se abren las posibilidades estéticas. ¿Cómo fue investigar esas historias tan íntimas, al mismo tiempo, tan políticas? ¿Pudiste mover el obturador, mirar al pasado sin posicionamiento?
Siempre tuve reservas en escribir sobre los años setenta. En Argentina hay mucha producción, ha sido tema de infinitos libros, películas, debates. Sin desconocer el valor de ese cúmulo de producciones, siempre me pareció que el desafío más fuerte era explorar el territorio de lo que viene, no tanto el de lo que pasó. Pero parece que no es tan fácil escaparse del destino.
Bombo es el personaje que me permite encarar una estrategia de escritura, pero en realidad el libro surge de una investigación colectiva que hicimos sobre una experiencia que estaba bastante poco revisada en Argentina: la guerrilla rural del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), es decir la Compañía de Monte Ramón Jiménez. Ese “foco en el monte” me permitió meterme con cuestiones un poco espinosas para lo que ha sido la construcción de la memoria política en Argentina: la dimensión armada de la práctica revolucionaria de los setenta. En general se plantea que fue un elemento obvio pero menor, lo cuál permite ofrecer un discurso políticamente correcto. Entiendo su sentido e incluso se trata de una versión bastante aproximada a la verdad, porque la práctica revolucionaria tuvo dimensiones legales, sindicales, estudiantiles, artísticas, tuvo muchos planos, no solo el militar. La idea de que las organizaciones revolucionarias eran “militaristas” simplifica un proceso más complejo. Sin embargo, y dicho esto, hay que pensar a fondo por qué ellos hicieron de la cuestión armada un elemento central de su identidad.
Por otro lado, Bombo me permitió ir hacia un territorio periférico, incluso marginal, pero que se consituyó en un lugar mítico para el ERP, una especie de Sierra Maestra en Argentina. Al decidir hacer su guerrilla rural en esos parajes, se produjo una intervención muy fuerte en la historia de una población y una región concreta, que primero vio llegar a los guerrilleros y acto seguido recibió una represión de dimensiones vietnamitas. ¿Qué pasó con los habitantes de los pueblos aledaños al monte donde se instaló el foco rural, luego del furioso enfrentamiento que vivieron? Bombo es un personaje salido de ese pueblo que se convirtió en guerrillero y vivió la experiencia revolucionaria de una manera muy distinta a como la vivieron mis viejos, o los militantes que habitualmente aparecen como protagonistas o autores de los libros. A mí me da una gran curiosidad conocer cómo un personaje surgido de los sectores campesinos más relegados en términos económicos y sociales, se politiza hasta formar parte de organización revolucionaria, donde asume tareas importantes. Qué relación con la familia implica eso, cómo lo percibe el pueblo, sus estrategias para tratar de sobrevivir a partir de entonces, y qué destino puede tener en caso de derrota de la apuesta.
Investigación política
Las formas de resistencia popular se han transformado muchísimo desde los setenta para acá. ¿Cómo ves el reto actual de construir poder popular en esta condición nuestra, heterogénea, en América Latina?
Ahí hay una cuestión metodológica compleja. Primero, creo que es fundamental no trazar genealogías en base a la nostalgia. Las épocas históricas tienen sus propios desafíos y creo en una especie de preeminencia del presente como tiempo de la política, del pensamiento y de la vida en general. No quiere decir esto que el presente esté separado del pasado, ni del futuro, son constelaciones temporales que coexisten: el presente está lleno de pasado, que aparece en tanto elementos de virtualidad que lo enriquecen. Pero es fundamental que el presente sea lo que organice el desafío político. Entonces, del pasado tenemos algunas cuestiones esenciales que hemos perdido y necesitamos recuperar, para lo cual es preciso recrearlo. La derrota histórica hizo que olvidemos muchas cosas que se hacían en esa época. Por otro lado, entre aquellos años setenta y hoy hubo un cambio epocal muy grande, un “pase de pantalla” que cambia la naturaleza misma de los problemas, de la política, de los sujetos. Me parece que hay que mirar con mucho interés las experiencias pasadas, pero sin nostalgia. El desafío es recuperar una serie de capacidades estratégicas que nos faltan.
En los setenta hubo una gran capacidad de desafiar al poder, porque había una constelación específica e histórica que lo permitía, pero también por la potencia colectiva que se organizó para desempeñar tareas específicas, gracias a la cuál se palpaba la posibilidad efectiva de derrotar al enemigo y construir una sociedad alternativa en serio. El problema es que hoy es mayor la sutileza que necesitamos para ser eficaces en la disputa con los poderes, por tanto es más difícil desplegar ese desafío. Ahí creo que hay algunos puntos clave, estratégicos, que debemos recuperar. Personalmente estoy muy abocado a la investigación política, que tiene como objetivo fundamental detectar cómo operan y cuál es la fisonomía concreta de los poderes contemporáneos. Hemos constituido un grupo de trabajo que se llama Equipo de Investigación Política (EdiPo), desde donde desarrollamos algunos trabajos que han aparecido en revista crisis. Por ejemplo, acabamos de lanzar el Mapa de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, una plataforma digital de control ciudadano sobre las fuerzas de seguridad que es a la vez una herramienta de investigación e intervención, de producción de conocimiento y organización contra la violencia estatal.
Antes habíamos hecho una investigación sobre el movimiento evangélico, en coordinación con el movimiento feminista cuando se estaba movilizando para conquistar la legalización del aborto. También estamos investigando a las empresas que concentran el poder de capturar las divisas del país, que en Argentina son los agronegocios, y que luego presionan sobre la moneda para conseguir rentabilidad extraordinaria, lo que significa un gran poder de desestabilización. Desde EdIPo entonces intentamos aportar recursos de investigación política, que me parece una tarea fundamental para que la resistencia sea más eficaz a la hora de enfrentar a los poderes dominantes. Otra cosa distinta es la creación, que se ocupa de indagar cómo se construyen hoy formas de poder popular que contengan los gérmenes de una sociedad deseable, alternativa, superadora del capitalismo. A eso le llamo investigación militante y es lo que hacíamos con el Colectivo Situaciones: detectar o bien participar de la construcción de imágenes de futuro que es lo propio de los movimientos sociales contemporáneos.
Habitualmente, cuando emergen luchas novedosas existe una serie de estrategias de lectura que tienden a ubicar a esos movimientos insurgentes en su grado de politicidad más estándar. Son víctimas que reclaman, demandan inclusión, piden reparación. La investigación militante se propone ir más allá, describir o develar esa práctica original que se está desplegando, ponerle nombre e imagen a las formas de sociabilidad que asoman, el germen de una comunidad que viene. Comprender en qué sentido hay en esa práctica elementos de un poder popular antagonista, es decir heterogéneo al poder constituido, cuáles son los rasgos de ese contrapoder. Para poder hacerlo bien hay que crear metodologías específicas, construir categorías a partir de las situaciones concretas y activar una fuerte imaginación teórica, lejos de todo dogmatismo o pensamiento burocrático.
¿Hubo una experiencia indigenista en la Argentina, vinculada a los movimientos armados de izquierda?
La respuesta debería ser no. En las experiencias revolucionarias de ese momento había dos cuestiones que constituían la identidad ideológica de la izquierda: por un lado la clase social, y por otra parte la nación. El debate enfrentaba a quienes sostenían que el sujeto político era la clase obrera, obviamente quienes abrazaban el marxismo; y por el otro lado los que ponían en primer plano la nación y su enfrentamiento con el imperio, que en nuestro país expresó muy bien el peronismo. La experiencia de mi papá y mi mamá fue quizás la experiencia armada más importante del primer universo, que fue el Partido de los Trabajadores (PRT) y su Ejército Revolucionario del Pueblo; pero también ahí se inscribe el Partido Comunista, el Maoísmo, los partidos trotskistas. También un sector del peronismo en ese momento enarbolaba la cuestión de clase.
Tanto la postura nacional como la clasista relegaron a un segundo o tercer plano a la cuestión indígena, en eso no había grandes diferencias. Obviamente, la constitución de la nación implicó un proceso de borramiento. Mi papá, Mario Roberto Santucho, nació y se crió en el norte argentino que es donde más presencia tuvo y siguen teniendo las tradiciones indígenas. Y en su formación tuvo gran influencia uno de sus hermanos, Francisco René Santucho, que era indigenista. Francisco René era más grande que mi papá. El fundó la librería Dimensión, a fines de los años 50, también fundó una revista que llevaba el mismo nombre, en la que sigue muy de cerca el desarrollo del APRA en Perú, con Haya de la Torre. Por esa época mi papá da sus primeros pasos políticos en el marco de este indigenismo, con mucho trabajo en la zona rural de Santiago. Incluso Francisco René se vincula a la revitalización del indigenismo aymara en Bolivia, a principio de la década del 70, que pronto iba a derivar en el Katarismo, movimiento cuyo principal dirigente era Felipe Quispe y del que participan Álvaro García Linera y Raquel Gutierrez, entre otres.
Dimensión era una revista de ideas, pero además publicaban un panfleto de agitación que se editaba también en quechua y se difundía mucho en la zona rural de Santiago del Estero. El primer grupo político que ellos fundan juntos se llama Frente Revolucionario Indoamericano y Popular (FRIP), a principio de la década del sesenta en Santiago del Estero. Mi papá después se va a estudiar a la Universidad Nacional de Tucumán y ahí se vincula al proletariado azucarero, era fuerte la industria cañera en Tucumán. La Revolución Cubana estalla en el año 59 y entonces se gesta la nueva izquierda latinoamericana, el guevarismo. Ya para mediados de los sesenta el FRIP se fusiona con el trotskismo, con el grupo Palabra Obrera que estaba dirigido por Nahuel Moreno, con la intención de constituir una organización nacional, que será precisamente el PRT. Un poco más tarde, a comienzos de los años setenta, el sector de mi papá definió que era hora de asumir la lucha armada pero Nahuel Moreno no gustó de esa idea y se mantuvo en la lógica más insurreccional. Entonces se dividió el PRT, siendo la fracción de mi viejo la más numerosa y la que va a dar lugar al Ejército Revolucionario del Pueblo, su brazo armado.
En el recorrido de mi papá se puede ver un inicio en el indigenismo, una deriva marxista hacia el obrerismo, que desemboca en el guevarismo, que es una especie de leninismo interesante. Lamentablemente la impronta indigenista queda en el pasado y no se reactiva en ningún momento. Pero creo que es un afluente importante. Hace unos años me encargué de que saliera una edición facsimilar de la revista Dimensión, a través de la Biblioteca Nacional Argentina, con un estudio introductorio sobre Francisco René escrito por mi y otro escrito por Horacio González, quien en ese momento dirigía la Biblioteca.
Mi tío Francisco René hablaba kichwa. Seguramente leyó a Fausto Reinaga. Él siguió siendo fiel a esa experiencia indigenista, por lo que quedó un poco relegado en la dinámica política, siempre en vínculo con mi papá de todas maneras. Una de las últimas cosas que sabemos de él, antes de que fuera secuestrado por los militares y desparecido, es que participó de un Congreso de la lengua quechua en Bolivia, en 1975, y entra en contacto con el Katarismo.
Hay otra vertiente que surge del peronismo, personificada en Rodolfo Kusch, un gran teórico del indigenismo en la Argentina, vinculado a Montoneros, donde ocupó sin embargo una gravitación marginal.
Hace un momento hablabas sobre la crítica a la militancia revolucionaria de los 70, que se redujo a la condena a la acción militar. Esas críticas vienen tanto desde afuera como desde adentro, tal es el caso de Oscar del Barco. ¿Cómo te relacionas con la gente que estuvo dentro del proceso y que años después formuló un posicionamiento que negaba la acción revolucionaria?
A mí me da la impresión de que se trata de una discusión compleja. Creo que han sido mínimos los casos de conversión, o de gente que se haya “pasado de bando”. Pero hay derivas como la de Oscar del Barco, por ejemplo, en su carta a Sergio Schmucler, donde se plantea el principio moral de No matarás y ubican el asunto en un lugar complicado. Me parece poco interesante esa especie de moral democrática o humanista, que toma distancia y se para en un lugar trascendente desde donde emite juicios y autocríticas de una manera un tanto abstracta. La respuesta de León Rozitchner, por el contrario, “la clava en el ángulo”: la crítica revolucionaria existe en situación, el principio ético se verifica en el momento, como una fuerza activa en coordenadas específicas. Obviamente los revolucionarios se equivocaron en muchas cuestiones, pero éticamente mi impresión es que son irreprochables. Fueron a fondo para llevar adelante el proyecto digno y deseable de cambiar el mundo de raíz. Y hay que desarmar la idea falsa de que los que van a fondo en su lucha o proyecto terminan siendo totalitarios. No, llevar al máximo el compromiso con la vida no implica en ningún caso promover la muerte.