PostApocalipsis Nau

Sobre la posición horizontal

Ani­mación por Fran­cis­co Galárraga

“… los años de furor tras los barrotes…”

Odis­eas Elitis

—No, ya no se usan de esos.

Era el ter­cer local al que iban, ningún vende­dor quería com­prar el beep­er usa­do que Max­i­m­il­iano quería vender. Los pasil­los de la Plaza Are­nas esta­ban llenos. Afuera empieza a llover otra vez.

— Ve, es igual­i­to al que tienen en tu casa, — dijo Clara seña­lan­do a un radio viejo detrás de una vidri­era sucia. 

Hacen cál­cu­los, que alcance para el hotel, los con­dones y un hela­do al salir. Pero en todos los locales rec­haz­an el aparato. 

— Mejor vamos, total, luego repon­go la caja del bazar, le dijo Clara, cer­rán­dose la chompa.

El hotel en la Av. 18 de sep­tiem­bre qued­a­ba jun­to a una funer­aria. El cubícu­lo de recep­ción esta­ba rodea­do por una man­cha de humedad ver­dosa, que parecía repli­carse en la pared de la habitación que siem­pre pedían. La silue­ta tras el mostrador le dijo: 

— Ese bil­lete está más viejo que la esperanza.

***

— Lo que pide es caro y difí­cil, dijo Fabio al colo­carse los audí­fonos para escuchar a Carolina. 

— Le daré el doble de lo que me pida, con­testó Car­oli­na. —. ¿Quién le ofre­ció estas piezas?

Fabio iba pasan­do las fotos sin mucho interés. 

— Los Abdo Rin­bo la tenían como altar en la Igle­sia del Bar­co, en Chahuar­quin­go, con­tin­uó Carolina. 

— Eso está en el Recreo, — acotó Fabio, se detu­vo en la foto del altar, —  cuan­do la policía entró, no la encon­traron. No era de Gar­men­dia, tam­poco fue reg­istra­da como per­di­da. Tan­to plo­mo para desa­lo­jar­los, y esta­ba vacía, con los muros pin­tar­ra­jea­d­os, con caras llenas de tumores de toda la plana may­or, ust­ed inclu­i­da; su retra­to tenía bar­ros y esquir­las, esta­ban sacán­dole fotos cuan­do la bom­ba explotó.

—Detrás de una loca siem­pre hay un imbé­cil — dijo Car­oli­na —. Creemos que fue él quien se la llevó antes de que llegáramos.

Max­i­m­il­iano observó detenida­mente la foto. Tenía ganas de cor­tar la video llamada. 

— Es el mis­mo del mur­al de la can­cha de la Gata­zo, prosigu­ió Fabio —. Fir­ma como Kai­ju. La policía despin­tó sus murales en Turubam­ba, pero por toda la Mal­don­a­do, has­ta el Pin­ta­do, ya hay otros nuevos. Es de los que no se tatúa y van al cul­to, no lo veo jun­tán­dose con ellos. Siem­pre llam­a­ba primero, un día vino con un bar­gueño en una camione­ta, otro, con unos boce­tos de Dilass­er que me dijo que eran fal­sos, y solo me con­vencí al exam­i­nar­los detenida­mente, después me tra­jo unas acuare­las autén­ti­cas de Rec­to Ed Osco. 

— Es de los que entró a la Casa de Cristal, inter­rumpió Car­oli­na. Su tono lo intimida. 

— Ese día me sor­prendí al encon­trárme­lo afuera de mi estu­dio, no me llamó antes. Llev­a­ba el estuche de un sin­te­ti­zador. Parecía nervioso. Lo hice pasar. Puso la male­ta sobre la mesa y la abrió. Había tres tzantzas rubias, con aros en la nar­iz. Lo eché de mi taller. 

— Ten­go los reportes de unos antropól­o­gos aus­tralianos desa­pare­ci­dos en el Coca, dijo Carolina.

—¿Gar­men­dia los con­trató?, pre­gun­tó Max­i­m­il­iano, impa­ciente por cor­tar —. No les com­pro eso de que se lle­varon la esta­tu­il­la cer­e­mo­ni­al para salir en la tele. Kai­ju no era parte de los Rin­bo, pero los ayudó a des­man­te­lar a una ban­da que se adueñó del MetroBus. Las líderes eran dos mel­li­zos con las cejas pobladas, and­a­ban car­gan­do a una niña de dos años que no era su pari­ente, dijeron que venían de Bari­nas. Al final, resultó que eran agentes del DAS ¿Sabe cuán­to vale una figu­ra así, aho­ra que los museos están recu­peran­do lo que antes repartían por la puer­ta de atrás? 

— Claro que me acuer­do, amanecieron col­ga­dos en el Playón de la Marín, sus mochi­las con el sel­lo de la ONU les tapa­ban las cabezas. Y no se las podíamos sacar —, reac­cionó Car­oli­na, parecía titubear en la pan­talla, era le señal que se corta­ba —. Gar­men­dia no solo le com­pra­ba a su ami­go, tam­bién sabía del ras­treador que apagó las alar­mas de la Casa de Cristal. Los Abdo Rin­bo no ini­cia­ron el incen­dio, fue Gar­men­dia, sucede que yo tam­bién estoy donde planean mi rendición. 

— Lo cor­rigió después de muer­to, dijo Fabio. 

***

— Vamos a cerrar. 

Era la segun­da vez que Max­i­m­il­iano iba a ese local para ofre­cer la cámara. El vende­dor ya lo conocía, cer­ró la puer­ta de vidrío antes de que entre. 

Llev­a­ba un ven­da­je mal ajus­ta­do en su mano derecha. Esa mañana se quemó la mano con una olla de agua caliente, el asa esta­ba muy vie­ja, se zafó, y se le regó sobre el piso sucio de la cocina. 

La dueña de la relo­jería siem­pre lo entretenía con su char­la, pero nun­ca le com­pra­ba nada. 

— Si fuera Can­non tal vez, pero es una Nikkon a pilas, y no tiene bluetooth. 

Era lo últi­mo que le qued­a­ba para empeñar. Los vende­dores lo ven aprox­i­marse, le regatean para que se quite pre­cio. En uno de los refle­jos de las vidri­eras, se ve ave­jen­ta­do y raquíti­co. Ya no se acuer­da de la cara de la chi­ca con la que vino aquí, ni cuán­to tiem­po pasó.

Al bajar por los pasil­los, quedan pocos locales abier­tos, no se ani­ma a entrar. Hay gente que pasa cor­rien­do a su lado. Un guardia lo toma del brazo: 

— Váyase. ¿Qué no oyó? 

Un estru­en­do los sacud­ió. El guardia se cayó al piso y bajó cor­rien­do. Cuan­do sal­ió a la Av. Pich­in­cha, empezó a llover. No había bus­es. Unas pocas camione­tas pasa­ban llenas, costa­ban 50 cen­tavos, solo lle­ga­ban has­ta el playón. 

Las puer­tas de un local de ropa quedaron der­rib­adas, hay gente que sale con paque­tes. Max­i­m­il­iano se que­da vien­do como la humare­da se enrosca al trueno. 

***

En la Igle­sia del Bar­co hay cónclave: 

— Se ve her­mosa allí al cen­tro, dijo Selma. 

En medio de los murales hay un mapa. Sel­ma señal­a­ba, asig­nan­do trayec­tos a los comandos. 

—Los Ducasse, por los duc­tos de la Simón. Rizoma, por arri­ba, en los camiones — dijo Sel­ma —. Los de La Espina Empluma­da, no ahor­ren plo­mo en cha­pas. Sol Vaso­mo­tor, vienen con­mi­go, hoy recu­per­amos La Casa de Cristal. 

— Nos fal­ta un avión, dijo él.  — Y que no con­fíes en esos llorones, se te van a vol­tear. Para la operación en Las Cum­bres no los necesitamos. 

Sel­ma ape­nas lo miró.

— Antes, me tienes que acom­pañar a dec­o­rar el Playón, respondió Selma.