PostApocalipsis Nau

Un vagón a todas partes

Fotografia: Fran­cis­co Galárraga

Cam­i­na de prisa por los pasil­los para que ese olor a cloa­ca y a tor­tilla, a sudor y fri­tan­ga del Metro Pino Suárez, no le dé arcadas en el estó­ma­go vacío. Max­i­m­il­iano lo está esperan­do frente a la pirámide de Ehe­catl, en una de las colum­nas. Lle­va el tra­je negro y la cor­ba­ta a rayas de sus fotografías, a Ramiro le habría gus­ta­do lucir así de atil­da­do; el cabel­lo engom­i­na­do, el big­ote relu­ciente. Max­i­m­il­iano lo mira de su cara a sus zap­atos con una mueca. 

— Vamos a Chu­rubus­co. Ahí están los gale­ones, — ordenó Max­i­m­il­iano. Cam­i­nan hom­bro a hom­bro sin mirarse. 

Hacía calor, la gente pasa­ba entre empu­jones, alguno le dio un pisotón, Max­i­m­il­iano maldijo entre dientes, se ade­lan­tó hacia las escaleras eléc­tri­c­as, mien­tras bajan, se vol­tea y le dice: 

— A ver Ramiro, ¿cuán­to ganas?

Metió la mano al bol­sil­lo, la sacó llena de are­na, se fue regan­do sin parar por las escaleras eléc­tri­c­as, metién­dose a los zap­atos de los que esta­ban alrede­dor; la are­na cubre las escaleras, cru­jen y se tra­ban. Fin­ge no escuchar los gri­tos, el vozarrón de Max­i­m­il­iano retum­ba en sus oídos. 

Al lle­gar al andén no lo ve por ningún lado. Ramiro siente un jalón a sus jeans, alguien se afer­ra a su pier­nas; al bajar la cabeza, se encuen­tra a un Max­i­m­il­iano de seis años, con los ojos ater­ra­dos. Aho­ra que no le lle­ga a la cin­tu­ra, Max­i­m­il­iano tiem­bla y chor­rea de sudor, arras­tra la ropa que le que­da demasi­a­do grande, trae sucias las bas­tas del pan­talón y los puños del tra­je. Ramiro se hin­ca para arre­mangárse­los, lo amar­ca para ale­jar­lo del andén. Cuan­do el tren lle­ga, la aglom­eración se aplas­ta antes de que las puer­tas se abran, Max­i­m­il­iano llo­ra mordién­dose los labios. A pesar de la pesadez del aire, se quedan esperan­do sin decirse nada. 

***

Cada vez que tra­to de salir me hun­do en un lodo espe­so, nado con difi­cul­tad, rodea­do de una pelícu­la que al bril­lar se me adhiere con cada braza­da, parece endure­cerse. El aire es pedregoso, deja una fle­ma que arde en mi gar­gan­ta y pesa en mis pul­mones. Hace frío, voy de un bor­de a otro, mis manos se res­bal­an en pare­des ras­posas, son tan altas, pare­cen no ten­er fin. Tra­to de afer­rarme, de trepar, cuan­do estoy a pun­to de salir; lo que creía una ola es una ser­pi­ente que apri­siona mi pier­na, me sacude, me lan­za con­tra la pared. Se sumerge lenta­mente, sabe que ten­go un bra­zo roto…

*** 

— La lap­top que llevas en la mochi­la tiene la pan­talla rota y a veces no se prende, — dice Max­i­m­il­iano, otra vez ergui­do, se había afeita­do al tac­to como cada mañana, mold­eán­dose el big­ote — . Te des­gas­tas inútil­mente solo para que te recha­cen. Vives escon­di­do como una rata. Estás enve­je­cien­do y no tienes ni para un par de zapatos. 

Apre­tu­ja­dos cer­ca de la puer­ta del vagón, Max­im­liano vocif­er­a­ba casi en su oído, se res­bal­a­ba del tubo. Cuan­do el vagón chirri­a­ba al fre­nar, se choca­ba con­tra él; le pre­gunt­a­ba cuán­to falta­ba para lle­gar. En la estación Chaba­cano el vagón se empezó a vaciar. Ramiro se sen­tó. Max­i­m­il­iano se quedó arri­ma­do al tubo frente a él.

— Ningún nieto mío se mete a la pelea para que lo arras­tren. Mejor enséñame lo que estás hacien­do,— le dijo sin ver el asien­to vacío que tenía delante. Parecían de la mis­ma edad, pero Max­i­m­il­iano era más alto. Si alguien tenía que diri­girse a uno de los dos, le habla­ba a Max­i­m­il­iano por su desenvoltura. 

Iba a sacar de su mochi­la las tra­duc­ciones que tenía que entre­gar. Max­i­m­il­iano amagó con irse al fon­do del vagón.

— No, eso no me intere­sa. Quiero que me muestres lo que vos estás haciendo. 

Sacó un libro del­ga­do, en cuan­to lo abrió para leérse­lo en voz alta, las pági­nas cam­bi­a­ban de col­or, Max­i­m­il­iano se sen­tó en sus pier­nas, salta­ba, repetía pasajes musi­tan­do, luego a gri­tos y reía; vol­te­a­ba las pági­nas, las arran­ca­ba, las mordía, las lan­z­a­ba por la ven­tana del vagón, salían volan­do en lla­mas por la calza­da de Tlalpan. 

Cuan­do iban a bajar en la estación Gen­er­al Anaya, Max­i­m­il­iano sal­ió cor­rien­do con el libro. Ramiro trató de seguir­lo, pero lo perdió de vista en el puente peaton­al. Max­i­m­il­iano iba arri­ba de la escalera eléc­tri­ca, asus­ta­do, dejan­do pasar a la gente. Al salir, Max­i­m­il­iano lo esper­a­ba en la calza­da, quiso tomar­le de la mano, pero Ramiro se hincó para arre­man­gar­le la ropa, no sabía cómo aco­modarse ese ter­no que le gusta­ba tan­to, pero que otra vez era muy grande para un niño. 

— Ramiro, me olvidé las cajas —, lo tomó de la mano, pero Max­i­m­il­iano no se quiso mover — . Mejor regresémonos. 

El sol pega­ba en la coro­nil­la. Un camión Sca­nia con vacas bufan­do pasó frente a ellos, tiznán­doles las mejil­las. Por la vere­da cuar­tea­da cor­ren chor­ros san­guino­len­tos, la gente cam­i­na abi­gar­ra­da. Frente a la entra­da del Mer­ca­do del Camal, Max­i­m­il­iano le rue­ga que no camine tan rápi­do. Tenía prisa y empezó a zaran­dear­lo, pesa­ba demasi­a­do para ser tan pequeño. Alguien bajó gri­tan­do: ¡La carcel­era! Los tol­dos de los puestos de ver­duras se caen uno sobre otro, costales y cajas destri­pa­dos se van rodan­do. El mis­mo escalofrío los recorre a los dos, bus­ca la mano de Max­i­m­il­iano, pero ya no está. La camione­ta naran­ja baja a toda veloci­dad por la Av. Gual­ber­to Pérez, Ramiro se que­da par­al­iza­do mien­tras cor­ren a su alrede­dor. Entre las tenazas de la humare­da alguien cae frente a él, en la gar­gan­ta lle­va una piedra atravesada…

(En memo­ria de César Max­i­m­il­iano Vás­conez Unda, 1927–2021)