PostApocalipsis Nau

Un paseo en dron

Ani­mación por Fran­cis­co Galárraga.

— ¿Qué? Bermúdez se va de cón­sul a Austin ¿Y vos? — Car­oli­na habla­ba sin dejar de teclear en su celu­lar. Detrás del sil­lón donde esta­ba sen­ta­da, los anil­los de la Av. Simón Bolí­var se enroscan en el ven­tanal, la llu­via vuelve bor­rosos a los cuel­los cor­ta­dos de los edi­fi­cios de la González Suárez, aún en llamas. 

— Guardé respal­dos de todo: los audios, las car­petas de Excel. Si me tocan ten­go con qué respon­der — dijo Ana.

— Te van a caer tan­tos juicios que res­pi­rar te va a salir carísi­mo —, Car­oli­na no lev­anta­ba la mira­da de la pan­talla de su telé­fono —. No sé para qué vin­iste. Ten­drías que estar con tu abo­ga­do —. Tomó los cig­a­r­ril­los de la mesa que tenía enfrente, encendió uno, sin ofrecérse­lo a Ana, que se acer­có creyen­do que tam­bién fumaría. Car­oli­na exhaló el humo con lenti­tud, cubrién­dose el rostro. 

— Por eso no te dura ningún novio. Te va a tocar largarte — le dijo Car­oli­na —. ¿Tienes ahor­ros? Puedes ser mesera y estu­di­ar de noche, cam­biar de acen­to y dar clases de yoga, para escort te va a tocar quitarte pre­cio, aunque ganarías más. Si tienes buen estó­ma­go podrías encon­trar a alguien de seten­ta para arri­ba, que no le importe lo hecha mier­da que estás. 

— ¿Hace cuán­to que Raúl se va a Guayaquil con tu aseso­ra estrel­la? — le con­testó Ana. Car­oli­na le clavó la mira­da, un escalofrío bajó por la espal­da de Ana. 

— Solo te fal­ta escribir poesía eróti­ca — dijo Car­oli­na —. Rifas, eso es lo úni­co que podrán hac­er vos y tus ami­gos. Primer pre­mio: un paseo en dron. Anda con el Rómu­lo, siem­pre tiene bole­tos para vender. O hac­er talleres para tec­nócratas: “Entre la ver­dad y el poder: los sig­nif­i­cantes en la dis­pu­ta region­al”. Ust­edes le lla­man ide­ología a la facha­da de su sis­tema de nego­cios. Estás más muer­ta que el rock nacional. 

Cuan­do Ana llegó al com­ple­jo del Min­is­te­rio, no esta­ba el guardia de siem­pre, un cabo del ejérci­to con el arma al hom­bro le pre­gun­tó qué quería, la hizo esta­cionarse a un lado de la entra­da para que no obstruya el portón. Var­ios autos con pla­cas ofi­ciales entraron antes, esperó casi cuarenta y cin­co min­u­tos. No era la primera vez que venía, hoy había ofi­ciales vesti­dos de civ­il cruzan­do de prisa. Los drones ater­rizan en el patio de atrás de la casona frente a la que se estacionó. 

Car­oli­na se lev­an­tó del sil­lón, fue hacia el ven­tanal. De espal­das a Ana, se quedó miran­do la baja­da a Cum­bayá, ese intesti­no ulcer­a­do. Al fon­do, los cuel­los cor­ta­dos de la González Suárez, humeantes. 

— Pen­sé que podría ser parte de tu… — dijo Ana.

— Nun­ca te ten­dría en mi equipo de tra­ba­jo — la inter­rumpió Car­oli­na —. Tienes buen inglés, las­ti­ma, los pos­gra­dos no blan­quean la piel. Además, si tu nom­bre sue­na es por las lacras de tus jefes. 

— Cuan­do pier­dan por estúpi­dos y mis­er­ables, — dijo Ana — van a estar pre­sos antes del próx­i­mo carnaval.

— No van a perder, su patrón se dejó com­prar, — la inter­rumpió Car­oli­na — fir­mó un armisti­cio con sus socios de siem­pre. No tienen reta­guardia donde enro­car y todavía no se dan cuen­ta. Pobrecitos, se van a cagar de ham­bre y se van a sui­ci­dar. Ten­go videos de todos: del Rómu­lo chupán­dosela a una trans en la ofic­i­na, del Luís pegán­dole a la hiji­ta de su novia y a ella tam­bién, de la María Augus­ta reci­bi­en­do sobres del Ban­co Global. 

— Te podría ayu­dar con lo del robo a Gar­men­dia, armar algo sobre lo de las Cum­bres, un even­to con la redac­ción de El Financiero — pro­pu­so Ana.

— ¿Los que se metieron a la casa de Gar­men­dia y se lle­varon una estat­ua cer­e­mo­ni­al? Ellos no lo mataron, él mis­mísi­mo Rodri­go Gar­men­dia ini­ció el incen­dio, esta­ba muy enfer­mo, escuch­a­ba voces — respondió Car­oli­na —. Sabía que atacarían el cam­pus de Las Cum­bres, me sor­prendió que lo hayan destru­i­do en vez de ocu­par­lo, val­o­ran mucho sus puestos de avan­za­da en el sur. Sé a dónde van a ir, que­maron El Financiero, pero están muer­tos. Es más, ya la ten­emos a ella, cap­tura­da por sus pro­pios lugarte­nientes. El cate­cis­mo para esclavos de los valles y los nos­tál­gi­cos del lat­i­fun­dio gri­tan para que se la entreguemos.

— Eres una sucia — dijo Ana. 

— Solo te van a seguir tus deu­das — con­testó Carolina. 

— El próx­i­mo que ven­ga será un títere y un parási­to. Pero yo no tra­ba­jo para este pueblo bland­engue — dijo Car­oli­na, volteó a mirar hacia el ven­tanal, las lla­mas se ele­van, otra torre se cuar­tea y cae —. De hecho, nun­ca estuve aquí. 

Car­oli­na volvió al sil­lón. Sin mirar a Ana, se sirvió otro tra­go. Del cen­tro de la mesa abrió una caja de taracea, sacó un pequeño camafeo. Lo abrió, aspiró dos veces, lo volvió a guardar. En la oscuri­dad, se limpió la nar­iz y los labios. 

— Te voy a dar con el cable de la plan­cha, — dijo Car­oli­na — . Y con la plan­cha también.

***

La llu­via ruge sobre el capot, Ana acel­era por la Ruta Viva: “¡Maldita cabrona, que hija de mil putas!”, llo­ra, le da man­o­ta­zos al volante. Antes de que el tráil­er inva­da el car­ril, embistien­do el auto de Ana, el dron que sobrevola­ba apagó su cámara.