— Entrevista a Nahuel Michalski —
“Tiempos de telepatía con divinidades terrestres
de empatía con héroes
chamanes y utopías
de pasado y futuro a manos llenas
fábulas
circunstancias sin pretexto
tiempos de rupturas
premuras
quebrazones y suturas de parábolas
de historias y fastos cantados como salmos
como himnos los partes de guerra
bajo el hemisferio nunca neutro de la fé
tiempo y destiempo del mientras semiótico en la ola
desmoronados y reconstruidos en la estuación del entonces
tras el retorno al instante del lugar común
al sitio temporario del verbo hecho carne
de memoria de poema en el paisaje embrujado
tiempo de soles y lunas con órbitas extraviadas
en el sueño del viejo corazón
tiempo a la sombra
ojalado: la urbe
funde sus cimientos
con latidos de limo celeste”.
Humberto Vinueza, Rizoma
En una mañana furtiva del pasado octubre, le robamos al devenir dos horas en clave de filosofía política e interconectamos con el filósofo argentino Nahuel Michalski. Abordamos a pinceladas la geopolítica filosófica de América Latina; sorteamos los abismos de los choques tectónicos que nos configuran y desfiguran en esto llamado Latinoamérica, tan concreto y respirado, como difuso y contradictorio. Transitamos esa suerte de equilibrismo en los matices de lo que Bolivar Echeverría llamó: “un principio de construcción del mundo de la vida”, o el Ethos Barroco latinoamericano.
Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA), e investigador de Conicet, Nahuel es creador del proyecto Charlas de Filosofía, un espacio dedicado a la divulgación horizontal, plural, crítica y democrática de la disciplina filosófica. Un filosofo latinoamericano que reflexiona en torno a la estética y la teología del poder, principalmente sobre la relación entre imagen, subjetividad y comportamiento político.
Matriota: En esta época en que aparentemente todos los discursos y reflexiones criticas están gastadas, sin incidencia concreta en una transformación posible de la realidad, la batalla epistemológica entre norte y sur es central para las civilizaciones latinoamericanas. ¿Qué crees que puede aportar la noción de sabiduría en estos tiempos? ¿Cómo la filosofía aportaría a un pensamiento emancipatorio en y desde América Latina?
Nahuel Michalski: Creo que la filosofía, después de la segunda mitad del siglo XX, se ha visto a sí misma desde dos vertientes; la primera, a la que han suscrito muchos pensadores y teóricos, sería la del diagnóstico, lo que Ludwig Wittgenstein llamó la clarificación del pensamiento. En la introducción al Tractatus Logico-Philosophicus (1921), Wittgenstein decía que la tarea de la filosofía es clarificar el pensamiento, dilucidarlo, mostrar sus antinomias, también los falsos problemas que a veces el ser humano es capaz de crearse a sí mismo en virtud de la dinámica del lenguaje. En esa misma línea, el estructuralismo de transición de Michael Foucault va a hablar de la filosofía como un diagnóstico del estado de cosas, que sería como la clarificación de Wittgenstein, pero desde una perspectiva un poco más moderna. Después se ha abierto una segunda vertiente, la de la praxis, en la que, como ya sabemos, han suscrito generalmente pensadores de la izquierda crítica o del neo marxismo, del marxismo crítico, del marxismo revisionista, la Teología de la liberación, la teoría descolonial, la teoría de género. Acá tenemos el eterno problema del pensar filosófico que todavía no ha sido zanjado: seguimos pensando en la teoría y la praxis como si fueran tradiciones separadas, cuando en realidad ya el mismo Karl Marx, en la décimo primera de las Tesis sobre Feuerbach (1845), dice que el mundo ya se encuentra interpretado, de lo que se trata es de transformarlo. Entonces, la filosofía se ha mordido su propia cola, en el sentido de que ha reforzado, en vez de conjurar, este dipolo entre teoría y práctica, lo cual siempre deviene en impotencia y esterilidad política. ¿Por qué la teoría crítica actual es inútil o parecería no cambiar las cosas?, ese es el tema de mi tesis doctoral, en la que estoy trabajando. Todos tenemos pensamiento crítico, todos somos recontra lúcidos, deconstruidos, etcétera. Pero no podemos cambiar ni un centímetro de cómo funciona el poder real. El otro día vi una imagen en una nota periodística, donde una antropóloga dijo algo así como: “Tenemos muchas ideas, pero no tenemos poder”. Me pareció brillante para sintetizar este problema del exceso de teoría y elucubración. Creo que la filosofía tiene una cuenta pendiente consigo misma: zanjar este abismo entre teoría y praxis, volver a lo que fue en su momento la filosofía antes de la Ilustración, con sus paradigmas racionalistas y cientificistas; volver a la noción de sabiduría. Lo que distinguía a la sabiduría del conocimiento era que la sabiduría cerraba esa brecha entre teoría y práctica. El conocimiento, en la medida en que es puramente intelectualista, abre esa brecha, no se conforma con el ámbito de las ideas, pero pierde el ámbito de la práctica. Entonces, creo que la filosofía tiene que volver a pensarse como sabiduría, ya no tanto como un conocimiento intelectual, únicamente en línea con la especialización de las ciencias, las tecnocracias del saber, los tecnicismos.
El debate de hoy es: qué significa la deconstrucción, qué significan las relaciones de poder, en vez de que la gente pueda realmente articular con una materialidad, como son los recursos naturales. Me parece que, en términos políticos o geopolíticos, en Latinoamérica se está dando un proceso coyuntural interesante; este proceso está articulado por dos momentos dialécticos y antagónicos, pero a la vez inescindibles. Por un lado, una geopolítica internacional con una agenda que busca asegurarse que los sectores periféricos del mundo, como Latinoamérica, África, el Sudeste asiático, sigan siendo meros productores de materia prima y mano de obra flexibilizada, es decir, que no se conviertan en competencia en el mercado internacional. Hoy por hoy, dentro de la agenda internacional, se está reforzando el posicionamiento de que Latinoamérica se mantenga en ese lugar. “No dejen que la Argentina se convierta en potencia. Arrastrará tras de ella a toda América Latina”, dijo Winston Churchill en plena Segunda guerra mundial. Latinoamérica sí tiene el potencial intelectual, material y los recursos naturales para competir en los mercados, a diferencia, quizás, del continente africano o el Sudeste asiático. Por otro lado, al mismo tiempo que se refuerza esa política de sujeción, de dependencia neocolonial, tenemos también una Latinoamérica que quiere salir de ahí. Tenemos una Latinoamérica que ha desarrollado a la Teología de la liberación, el pensamiento descolonial, la teoría crítica, que está buscando tener una voz, una posición en la historia que nunca tuvo, porque siempre fuimos el sujeto proscrito. La filosofía se plantea como un saber universal, pero lo cierto es que de universal no tiene nada. La filosofía es absolutamente eurocéntrica en su estado hegemónico escolar universitario, es totalmente etnocentrista, centrada en la reflexión sobre Europa. Es decir, cuando nosotros hablamos de filosofía en este sentido ingenuo, donde pensamos que la filosofía es universal, cuando en realidad es regional. No vemos que las comunidades originarias de Latinoamérica tenían su cosmovisión y sus saberes. No vemos que la filosofía europea ha proscrito a muchos sujetos, como la mujer, el niño, el inmigrante, el nativo, el viajero, el negro. Estas figuras que han sido castigadas y proscritas, hoy están buscando una restitución como voces parlantes, como sujetos que pueden decir algo, que tienen un saber valioso, sobre todo están disputando un sentido histórico. Es esa contradicción antagónica, pero a la vez dialéctica entre una agenda internacional muy bien determinada, versus una Latinoamérica que busca recuperar su voz, su identidad ecléctica, siempre diversa, esto es lo que estamos viendo todos los días.
¿Qué rescatas de la tradición del pensamiento filosófico político latinoamericano, y en el caso de los Andes, de la obra de José Carlos Mariátegui? ¿Cómo percibes esto desde Argentina?
Creo que el pensamiento de un José Martí (1853–1895) o de un José Carlos Mariátegui (1894–1930) son absolutamente valiosos. Mariátegui es un pensador de pura cepa, no tiene nada de periférico, ni de marginal. Es un pensador que desarrolló una crítica a la ideología, desarrolló una literatura, hasta una crítica económica. A mi gusto, Mariátegui, que ya escribía en la primera década del siglo XX, se aproxima a las reflexiones de Manuel Belgrano o de Mariano Moreno aquí en Argentina. Ellos vieron en los Estados latinoamericanos a fuerzas productivas, orígenes para la riqueza y el desarrollo de las naciones que no tenían que ser absorbidas por Europa. Es decir, no es que no tenían que articular con Europa, pero no tenían que ser absorbidas por Europa. No es lo mismo la articulación que la absorción. Mariátegui es muy claro, cuando viaja a Italia y conoce el movimiento socialista en Europa, vuelve fascinado a su Perú de origen y articula ese marxismo que él conoce en Europa, con el indigenismo peruano y con la burguesía emergente de aquella época. Planteaba una filosofía política que hoy tranquilamente podríamos llamar nacionalista. Es decir, para Mariátegui está muy bien el marxismo, pero ese marxismo tiene que articular con una política nacional, centrada en el aquí y en el ahora de Latinoamérica. Esto que Mariátegui diagnosticó con tanto acierto en Argentina ha fracasado. Argentina, al ser, — y esta es una expresión horripilante — , mucha más hija de Europa, ha perdido la capacidad de articular el pensamiento europeo con sus idiosincrasias. Argentina, en sus conformaciones nacionales, no tiene una idiosincrasia porque tomó como axioma la eliminación de los sujetos sociales que ya existían acá. Mariátegui planteó en Perú una economía de sesgo indígena o indigenista, articulada con un marxismo que no venía a absorber la filosofía política, sino a articular con una burguesía nacional, y que esa burguesía nacional tenía que atender a una visión económica de corte indigenista. Toda esa maravilla que plantea Mariátegui, donde vincula ideología, historia, economía y política, me parece que, en Argentina, por ejemplo, no se pudo dar. Argentina fue totalmente absorbida en su conformación nacional por los intereses europeos. Ya lo decían los filósofos del siglo XIX argentino, por ejemplo, Juan Bautista Alberdi: “de Inglaterra hay que traer la técnica, de Francia a las luces”, es decir, un pensamiento absolutamente colonial. Después se avanzó hacia la construcción de la clase media, toda la historia de Argentina es la expansión de la clase media en términos hegemónicos.
Me parece que es justo, necesario, valioso y deseable el resurgimiento de la lucha por la existencia de estos sujetos, en estas tierras, de estas idiosincrasias que fueron absorbidas, proscritas por estos movimientos de subsunción a la cosmovisión europea. Igualmente, el marxismo en Argentina no ha negociado ni tres centímetros de su doctrina europea. No ha articulado con el indigenismo, no ha articulado con el gaucho, con el criollo muy poco. Es un marxismo de pura cepa, de pedigree, es parte de su colonialidad no asimilar nada de lo regional. Por mi parte, creo en las idiosincrasias, no me considero una persona a favor de la deconstrucción, ni de esta idea burguesa del cosmopolitismo, de que somos hijos del mundo, porque no lo somos. Es cierto, no tengo nada que ver con un ruso ni con un africano, cada uno está en sus tierras. Entonces me parece que lo más anti moderno, lo más crítico de la modernidad que se puede plantear hoy en términos de valor, de realmente plantear una oposición a los intereses, a las agendas objetivas del aparato productivo, que no caiga a la vez en las esterilidades e ingenuidades del progresismo post estructuralista, es volver al pensamiento que hoy erroneamente se llama conservador. Pero yo no creo que sea conservador. Sencillamente hay que recuperar la noción de patria, la noción de idiosincrasia, la noción del ser nacional, de lo propio, del estar aquí. Esto que ya está en Rodolfo Kusch (1922–1979), otro gran filósofo y antropólogo argentino. Kusch logró ver que el problema no era el ser latinoamericano, es una categoría europea pensar así, sino el estar en Latinoamérica, todo lo que tenía que ver con el estar, con una ontología del estar. Por eso el progresismo está fallando, porque al anular estas categorías, al plantear una suerte de ser humano universal, un humanismo ingenuo que plantea una especie de horizontalidad, allí donde en realidad no la hay, donde hay pura jerarquía y una distribución clara del poder. Hay que hacer una meta crítica, hay que criticar lo que hoy se piensa que es teoría crítica.
En la actualidad se podría entender a la militancia política en América Latina como “la proyección subjetiva de valores compartidos”. ¿Cómo ves a los sujetos políticos en América Latina?. ¿Cómo se puede concebir la militancia en estos tiempos?
Hay que entender que la historia de Latinoamérica es totalmente ecléctica, heterogénea y multidimensional. Es innegable que Latinoamérica se constituye históricamente como la intersección problemática entre comunidades originarias y el aluvión de las inmigraciones europeas. Es decir, los europeos no tuvieron inmigración de nativos en sus tierras. Nosotros tuvimos inmigración de europeos en las nuestras, de hecho, vos y yo, y seguramente nuestros equipos de trabajo, somos herederos de esas inmigraciones. Argentina es una nación profundamente conformada por la inmigración, sobre todo por los grandes aluviones de 1901 y 1902. Voy a decir algo que a veces suena mal porque no se lo entiende: cuando uno habla de volver a lo propio, por ejemplo, de la clase media argentina, su origen está en la tradición hispánico criolla. Como todos sabemos, los procesos en Sudamérica, sobre todo de conformación histórica de las naciones en el siglo XIX, se dan a la luz de dos visiones: una visión anglosajona y una visión hispánica. El argentino, lo que hoy se llama el argentino, para los mapuches, por ejemplo, fue un enemigo. Acá en Argentina los mapuches te dicen: primero peleamos con los españoles y después con los argentinos. Te lo dice gente que vive acá, a diez cuadras de tu casa, eso muestra la complejidad del proceso del que estamos hablando. Tuvimos estas dos líneas, las regiones metropolitanas y las clases medias fueron las herederas, en conjunción con las grandes inmigraciones, de estas visiones hispánico criollas, no tanto de la anglosajona, pero a la vez esto se vinculó con la tradición del gaucho en Argentina, de la que hablaba Leopoldo Lugones, y que empezó José Hernández. Es tan ecléctico el asunto, que hablar de lo propio y de la restitución de lo local, de lo regional, de las idiosincrasias, no tiene que ver con pensarnos que somos iguales, por qué no lo somos. No es que somos mejores o peores, sencillamente no somos iguales en el sentido de que nuestros orígenes son totalmente distintos. Yo, por ejemplo, con un integrante de una comunidad nativa, no tengo nada que ver. Yo no me considero mapuche, el mapuche se considera un metropolitano de una ciudad, por eso me gusta la noción de Hegel de la unidad en la diferencia: no anula, ni sacrifica la visión de un estar aquí regional e idiosincrático, totalmente compartido y democrático entre los que somos y estamos acá, como diría Kusch. Por eso critico estas tesis progresistas de que somos todos lo mismo, que me tengo que identificar con, no sé, un Ona o con la tradición Ona, y que los mapuches se tienen que identificar con los cordobeses o los porteños.
No, no somos lo mismo. Tenemos que respetar nuestras diferencias de origen, de tradición, de metafísica, de religión, de cultura, de arte, de visión de la familia, pero entendiéndonos todos en nuestra diferencia, situados acá, con los problemas de Latinoamérica. Entonces, para sacar este azúcar con el que ha querido sostenerse el discurso progresista, un azúcar que remite a un humanismo que, como dice Pierre Bourdieu, siempre es burgués. Cualquier visión cosmopolita de la convivencia es una visión burguesa y globalista. Entonces trato de pensar la unidad, la diferencia, lo que me determina como argentino es que convivo con gente como los mapuches, que son parte de mi territorio y de mi idiosincrasia, la diferencia entre ellos y nosotros es constitutiva, valiosa y deseable.
En segunda instancia, la cuestión del mito. El mito hay que diferenciarlo de la noción de origen histórico, porque a veces se piensa que es lo mismo y trae algunas confusiones epistemológicas de consecuencias políticas. El origen histórico se trabaja en la historiografía o en la historiografía positiva. Ahora el mito está por fuera de la historia. En algún punto el mito es un recurso, una imagen, una narrativa que da cuenta del origen histórico. Por eso se habla del mito fundacional, lo que Goethe llama el fenómeno primario. Creo que el valor del mito hoy, y en esto sigo a Walter Benjamin, no tiene que ver tanto con su capacidad epistemológica, como lo pensaban los griegos; una explicación para racionalizar los procesos de la naturaleza, una fuente epistemológica del acaecer del ser humano en su relación con la política y la naturaleza. El valor del mito hoy es más bien performativo, tiene que ver con cómo el mito está siendo utilizado en la industria cultural para construir subjetividades u opinión pública. ¿Por qué? Porque resulta que el ser humano tiene con el mito, en tanto fenómeno originario, puramente atravesado en su ADN y en su historia, en su subjetividad, una relación inconsciente muy profunda.
Fíjate, cada vez que uno revisa la dimensión mítica, estos ejemplos que acabo de dar están absolutamente atravesados en todos los mensajes que vienen de los medios de prensa hegemónicos o de la industria cultural. Observemos cómo funciona un debate hoy por hoy, de los que ves en cualquier canal de YouTube o en cualquier programa televisivo: siempre hay un santo y un profano, un héroe y un villano, un bueno y un malo, alguien a quien se salva, alguien a quien se castiga. Es decir, estas lógicas de los mitos primigenios que después fueron totalmente recapitalizadas por la Inquisición y por todos los procesos medievales y modernos posteriores, no es algo de lo que nos hemos emancipado, forman nuestra subjetividad y articulan nuestro lenguaje común. Nuestro consenso político está totalmente atravesado por el mito. Por ejemplo, el mito de la vida en un sentido liberal, o el mito del amor en un sentido romántico. Todos pensamos el amor más o menos de la misma forma. Quiero decir con esto que hoy por hoy el mito en su relación con la militancia tiene el valor ya no de dar cuenta epistemológica de un origen histórico. Ese era un valor que había en otras épocas, más bien hay que entender cómo opera en la conciencia colectiva, en lo que Cornelius Castoriadis va a llamar la institución del imaginario social. Nuestro imaginario social, que es donde cala el poder, donde cala la comunicación colectiva, dónde calan los discursos mediáticos y hegemónicos, está totalmente atravesado, como dice Slavoj Žižek, de una capa ideológica. Esa capa ideológica es efectiva porque está plagada de mitos.
Por ejemplo, pensemos como hoy las derechas vienen bajo la bandera de la libertad. Todos sabemos que son la derecha reaccionaria, pero vienen disfrazados de liberales o de libertarios, sobre todo de libertarios. ¿A qué apelan para ser efectivos, por qué sus posturas son ideológicamente masivas, tan mainstream? Es verdad lo que dicen, que el mundo se volvió liberal, pero no porque el liberalismo sea bueno, sino porque el discurso liberal es efectivo. ¿Por qué es efectivo? Porque apela a mitos que son para nuestro inconsciente muy potentes. Por ejemplo, el mito de la libertad edénica. Traemos la libertad, venimos con la libertad, esta cosa de remitir a un estado edénico, a un estado en Jauja, anterior a la caída, donde el hombre estaba en comunidad con lo divino, donde no había injusticia, ni maldad, ni enfermedad, ni muerte. Una cosa muy del mito primigenio, por ejemplo, es el mito del individuo: venimos en nombre del proyecto personal de cada individuo. Si alguien dice tu proyecto individual, sigue siendo muy fuerte. ¿Por qué? Bueno, porque Jean-Jacques Rousseau en El contrato social (1762), apela a la idea del buen salvaje, sólo en la selva, juntando sus peces en un río sin que nadie lo moleste. Ya sabemos que el individuo no existe como individuo, cualquier libro de sociología básica denota esa tesis, o sea, para decir que somos individuos necesitamos de un lenguaje previo que además es colectivo, o sea que tenés que estar politizado, tenés que estar colectivizado para poder jactarte de ser individuo.
Esa es la función del mito hoy, creo que es fundamental restituirla, porque como se pregunta Slavoj Žižek, en El sublime objeto de la ideología (1992): ¿Por qué si sabemos que hay cosas que están mal las hacemos igual? ¿Por qué las clases medias siguen votando a gobiernos neoliberales que las siguen hundiendo de forma sistemática y los siguen votando? ¿Cómo se construye ese discurso de complicidades? Bueno, es necesario estudiar el inconsciente de las clases medias, sus arquetipos, sus imaginarios, sus figuras míticas previas, lo que hizo que Mauricio Macri ganara prometiendo pobreza cero. Todos sabemos que eso es imposible. Pero ¿por qué la gente lo votó? Entonces, en ese estudio complejo se da la relación entre el mito, la ideología y la opinión pública, el encaje con el valor de la militancia.
Creo que cualquier militancia que, en términos filosóficos no tenga en cuenta estas complejidades ideológicas de hoy, es pura ortodoxia estéril. En Argentina tuvimos elecciones durante este mes de noviembre para diputados y senadores, las PASO. Vos mirás los spots de campaña y te dan vergüenza ajena, hay una estúpidización del público tal, parece Politics for dummies. Los partidos más militantes, los que supuestamente se ganan a la clase obrera en la calle, han recaído en spots de campaña que son un videoclip de trap que no los miran ni ellos mismos, tienen un 1 % de convocatoria, nadie los vota. Es una militancia que no tiene en cuenta los aportes que la filosofía puede hacer en términos de qué es lo que maneja a la opinión pública. La izquierda se caracteriza por ser acrítica. Esta militancia ortodoxa confunde ser eficaz con ser conservadora, ha perdido de vista la noción de eficacia porque no entiende cómo se construye la opinión pública o los procesos de subjetivación de masas. No comprende la noción del mito, la noción de la estética política, lo que Benjamin llamó la estetización del poder, lo denunció en los años 30 del siglo pasado: para poder funcionar el poder fascista se va a apoyar en imágenes, mito y mitología, se va a estetizar. Lo volvió a decir Jacques Rancière en El reparto de lo sensible (2000), el reparto del sentido político es el reparto de un sentido estético complejísimo. Platón pensó que la imagen es lo que sigue orientando nuestro juicio sobre lo bello y lo feo, nuestros juicios de lo verdadero y lo falso.
Hay una pérdida de eficacia, una fijación medio fálica con los programas ortodoxos de las militancias. Acá en Argentina, por ejemplo, los peronistas de Perón, los nacionalismos que han discutido al progresismo contemporáneo o a la socialdemocracia tanto como las izquierdas duras, se han quedado en un manual de ideas que era muy efectivo 90 años atrás. Pero hoy que tenés una industria cultural, un mainstream, a la clase media, a los aparatos gremiales, el individualismo, el emprendedurismo, la mentalidad de sé tu propio jefe y no te preocupés por el resto, el coaching y mentalidad positiva, que son elementos constitutivos de las ideologías. Entonces, ya no son eficaces, se quedan en un manual ortodoxo ajeno a la experiencia, ya no moderna, sino postmoderna.
La antropología filosófica de la primera mitad del siglo XX, me refiero, por ejemplo, a Ernst Cassirer, cuestiona a la razón científica, critica a la civilización tal como está planteada en la modernidad. Sitúa la expresión simbólica humana en el centro de la constitución de lo real, el símbolo es el sustrato del pensamiento y no solo un reflejo del contenido; opone el concepto de función al concepto de sustancia y observa que la ciencia ha prescindido del concepto de sustancia, privilegiando al concepto de función, que determina el valor del signo. ¿Cómo ves la imagen y la palabra vinculadas a lo político?
En principio, cuando hablamos de la imagen hay una primera clasificación que es fundamental, la clasificación entre imagen como ontología, e imagen como representación. Hay que pensar la imagen como una ontología, no como una representación de lo que hizo la tradición moderna. ¿Qué quiero decir con esto? La tradición moderna pensó que la imagen era una representación del mundo, es decir, que la imagen era una copia de lo que uno veía en el mundo. O sea, el mundo me interpelaba, me enfrentaba y mi mente sacaba representaciones, fotos de ese mundo. Lo cual plantea una visión bastante estática de la imagen, plantea una imagen reflejo en última instancia, su adecuación con el mundo depende de cuán capaz sea mi mente de fotografiar con mayor o menor calidad el mundo. Esa es la visión que viene de la alegoría de la caverna de Platón, los subordinados mirando imágenes de forma pasiva y estática en un muro, como si fueran representaciones. De hecho, Platón critica la tesis de la representación: el bien no se puede representar, la verdad no se puede representar. ¿Por qué? El bien y la verdad son una ontología en sí mismas, son el ser en sí.
Esa visión de la imagen como representación no nos permite explicar por qué la gente se comporta como se comporta en términos ideológicos, discursivos, comunicativos y, sobre todo, en términos de la acción de masas. Es muy interesante pensar a la imagen como una ontología, es lo que hace Gustave Le Bon, contemporáneo de Freud, cuando escribe ese hermoso texto, La muchedumbre: un estudio de la mente popular (1895), poco conocido por cierto. Quizás el primer texto en el siglo XX en el que se empieza a considerar que las masas tienen un comportamiento diferente al de la mera suma de individuos. El comportamiento de una masa no se define por la suma discreta de los comportamientos particulares de las personas. Hay que entender a las imágenes desde otro lugar. La imagen no es para el individuo o para las masas una representación, sino que es algo con lo que interactúa activamente, ya no pasivamente, sino como una actividad. La imagen pasa a tener un lugar constitutivo de la experiencia de lo real y no un reflejo de lo real. Después está toda la teoría que piensa el poder como producción de realidad y no como distorsión de lo real.
Acá obviamente tenemos toda una crítica que los neo marxismos le han hecho al marxismo clásico, o que los estructuralistas como Michel Foucault le han hecho al marxismo clásico o a los nacionalismos clásicos. Si nosotros nos quedamos con una imagen como representación, entonces de alguna forma generamos una relación dual entre el mundo y el sujeto, pero es una relación pasiva, el mundo se le presenta al sujeto como una realidad cerrada, el sujeto saca la foto de esa realidad y fin, a lo sumo se trata de que el sujeto conozca más o menos la totalidad. Sin embargo, esto no explica los comportamientos ideológicos de las masas. ¿Por qué la masa, que siempre es irracional con respecto al individuo, según Le Bon, por más que todos los individuos sean racionales en sus juicios personales? La masa es irracional, esto se ve clarísimo en los recitales o en las canchas de fútbol. Esa irracionalidad tiene que ver con la imagen pensada desde un lugar ontológico, como productiva de la experiencia de lo real, la única forma de entender concretamente cómo opera el poder.
Estoy hablando del poder en el sentido de quién maneja los hilos del mundo y cómo se manejan los hilos del mundo. Por supuesto que hay gente que maneja los hilos del mundo, estoy cansado de los que te interpelan y te dicen, pero ¿quién tiene el poder? Y los poderosos, ¿quién lo va a tener? Viste, son estos post foucaultianos que piensan que nadie tiene poder, que somos toda una red de relaciones de poder. Claramente no es lo mismo un campesino que tiene que trabajar 14 horas por día para abastecer a su familia, que un ejecutivo de la comisión directiva de JP Morgan o de CNN, no es la misma distribución de poder. Pero los foucaultianos tienen esta cosa fálica con que todo es horizontal. En este sentido, el poder necesita no reflejarnos una realidad que ya está constituida y con la que nosotros en última instancia nos vinculamos de forma más o menos verdadera, sino constituir nuestra experiencia misma de lo real, producir experiencia real. Esto se trabaja mucho en el psicoanálisis lacaniano, viaja por todo el estructuralismo, hoy es la punta de lanza de cualquier análisis del poder. El poder es un discurso, un conjunto de imágenes en un sentido ontológico, capaz de producir la experiencia del sujeto. No es que el sujeto se vincula con la imagen como una representación, es al revés. El sujeto usa imágenes para producir y justificar su experiencia de lo real. Por eso estamos en una escena muy compleja, es la cumbre del momento solipsista; el sujeto está totalmente atravesado y metido en la propia producción de realidad, es capaz de articular con el manejo de imágenes. Esto se ve clarísimo en la selección de los canales de YouTube. Me siento, tengo el poder, me ofrecen canales con distintas ofertas. El sujeto no tiene con esas imágenes una relación pasiva de representación, sino que tiene un momento previo de selección. Elige el canal, elige qué medio va a consumir. Hay una cosa productiva previa, una construcción del escenario, del montaje, que se puede dar gracias a que dispone de imágenes ontológicamente pensadas que le articulan su relación con lo real, que le permiten satisfacer sus ganas de relacionarse de determinada forma con lo real. Entonces, si soy un marxista duro, o un liberal duro, o un nacionalista duro, voy a agarrar las imágenes afines a mi deseo, a mi cosmovisión de las cosas para ir generando ambientes, espacios y montajes producidos por mí y por esas imágenes que van a terminar reforzando y justificando mi experiencia ya preconcebida de las cosas.
Con lo cual hay que ir a Heidegger. Todo esto es hacia afuera. No, el mundo no me interpela a mí, sino que yo interpelo al mundo como un ser en el mundo. Así por ejemplo, la creencia de que yo produzco el mundo es ideología pura, es posverdad pura; esta creencia es lo que está destrozando al Estado y a las instituciones que conocemos, lo poco que queda de la época de oro de la Ilustración. ¿Por qué? El Estado y sus instituciones se fundamentan en el paradigma contrario, la legitimidad política, es decir, no en la verdad que las masas se producen a sí mismas a través del empleo productivo de las imágenes, sino de una verdad que es objetiva, universal y la misma para todos, independientemente de las imágenes que vos tengás en tu cabeza. Esta antinomia entre imagen representada e imagen ontológica está poniendo en jaque al Estado, en el que ya nadie cree. ¿Quién cree en ir a votar?, hay una deslegitimación cabal.
Alexander Duguin señala que uno de los aspectos de la modernidad liberal es el consumo de las identidades desprovistas de mito, sin vínculo comunitario. La mitología de la exaservación del individuo te lleva a creer que puedes decidir casi sobre todo, definirte como un collage, si quieres, pero autoexplotado, excluido de la distribución de la riqueza, ciudadanizado tributariamente o bien lumpenizado. ¿Hay una desactivación de la capacidad transformadora de la política en el individuo como sujeto político?
Ahí está el tema. El día que termine mi tesis de posgrado te responderé con más argumentos, pero hasta donde llegó mi investigación, me parece que acá está la clave: la idea de reapropiación, hoy muy bastardeada con la noción de empoderamiento. Entonces, si uno va a una teoría de la imagen como representación, se queda estancado en la lucha entre verdad y falsedad; es una lucha estúpida, porque el poder hoy no funciona con verdad y falsedad. A los medios no les importa mentir, lo que les importa es que les creas, no les importa la verdad, sino lo verosímil. Así funciona la hegemonía comunicativa. Lo que importa es que me creás lo que te estoy diciendo, no importa si es verdad o no. Por eso es importante el significante vacío de Jacques Lacan en el discurso social, no el significado, no la cosa, sino lo que se dice. Si quiero decir que un político es corrupto, aunque no tenga una sola prueba, lo que importa es decirlo de una cierta forma para que la masa tome ese mensaje desde un lugar productivo, no solamente representativo, es decir, se lo apropie y lo ponga en marcha. No para que la masa reciba el mensaje y diga, ah, es falso, o es verdadero, sino para que agarre este mensaje, lo produzca y lo reproduzca y lo ponga en marcha. Por eso siempre hablamos de una producción de lo real.
En cambio, si pensamos a la imagen desde la ontología de la imagen, como producción de realidad, es decir, no como significado, sino como significante, no como verdad, sino como verosimilitud, es decir, como narrativa, como hermenéutica. Sólo allí es posible hacer un movimiento, como decía Nietzsche, en el cual, en virtud de una cierta voluntad de verdad o de poder, la voluntad de vida es capaz de jugar a otros juegos de imágenes. Es posible reorientar el caudal, la forma en la que se distribuye la comunicación. Esto también lo va a trabajar Foucault cuando habla de los juegos de veredicción, de los juegos de verdad en los que estamos todos metidos en nuestra sociedad, totalmente productivos, desvinculados del mundo real. Porque otra vez ya no importa el mundo real, lo que importa es que me creás lo que te estoy diciendo. Hay una capacidad que tiene la sociedad de manipular, de intervenir y de plantear otros conjuntos de imágenes productivas pero afines a sus intereses contra hegemónicos. Otros juegos de verdad, otros usos del lenguaje, como dice Wittgenstein, que también son productivos, también son narrativas, también son significantes, pero mitos narrativos y significantes afines a sus intereses, y no a los de la hegemonía. Creo que ahí se juega la lucha entre hegemonía y contra hegemonía, es decir, cuáles son los juegos del lenguaje, o los juegos verediccionales, o los conjuntos de imágenes que decidimos articular. ¿Cuáles? Los que son afines, los que mueven el mito del poder del otro, los que son mitos hegemónicos, siempre vamos a estar en la zaga con eso. O las imágenes del país de Jauja que nosotros estamos soñando, que nosotros anhelamos, que es afín a nuestros intereses, al de las mayorías populares.
Para volver a la pregunta sobre la militancia, cualquier actividad militante que no distinga entre verdad, falsedad, verosimilitud y validez, que no distinga entre palabra e imagen, entre imagen y representación, entre ideología y cosmovisión, está condenada al fracaso. Por lo menos acá en Argentina, en los grupos militantes mayoritarios no hay ningún análisis del discurso, no se hace un análisis de la industria cultural. Todavía se piensa como en 1900, vos ahora hablás con alguien de izquierda dura y te hablan en términos de la clarificación del proletariado, de la dictadura del proletariado, que a la clase obrera hay que clarificarle sus ideas, a la forma de los viejos programas, desde el Brumario marxista hasta el Grundrisse. No. ¿Qué? La clase obrera no quiere dictadura del proletariado, quiere canales de YouTube, estar ociosa y tranquila en su casa, no quiere ser obrera tampoco, se piensa a sí misma como la burguesía que maneja el mundo. ¿Cómo se explica eso? Si no tenés un análisis de estas dimensiones del discurso social, no se entiende.
El asunto del arte es la verosimilitud más que la verdad. ¿Cuál es el rol político del arte?
El tema del mito y la metáfora tiene varias visiones, justo hace un rato estaba haciendo un trabajo sobre Hans-Georg Gadamer y Wittgenstein, la analítica y la hermenéutica. Es muy interesante que para un pensador que uno diría hegeliano, con vectores muy propios de una filosofía más bien conservadora, como la de Gadamer, plantee que el arte es la única forma de hacer una interpretación de la historia que sea realmente capaz de llevar adelante un consenso ético entre las comunidades. Es precisamente el arte, dice Gadamer, a principios de siglo XX, el único lugar donde se habilita el libre juego interpretativo de una comunidad para poder clarificar una ética común, una ética consensuada; uno no esperaría esto de un conservador, sino más bien de un progresista posmoderno, adorador de Jacques Derrida. Sin embargo, para Gadamer, el problema es pensar que el arte es irracionalidad, como lo hace Kant. Pensar que el arte, el gusto por el arte, es algo meramente subjetivo y racional, asociado al placer, cuando en realidad tiene una profunda fuerza política, que es la de democratizar el consenso y plantear una ética apoyada en las costumbres, en la ética común, en algo que tiene que ver con la unidad de la diferencia, volviendo a lo que decíamos hace un rato. El ethos como lo pensó Aristóteles engloba lo subjetivo con lo colectivo, por ello el gran flagelo que tenemos hoy es el paradigma liberal: yo hago lo que quiera mientras cumpla la ley. No hay un ethos colectivo. Cada uno hace lo que quiere y el único límite es la ley. Creo que eso es parte de la crisis contemporánea. Por eso me parecen importantes los proyectos de los filósofos políticos que plantearon que no hay un ethos personal enfrentado a una moral colectiva, sino que tu ethos personal dialoga con la moral colectiva. Hay un deseo de estar con el otro, de disfrutar de lo que piensa tu vecino, tu profesor, tu amigo o tu madre. Hay algo que, si bien hay diferencia, hay algo de la comunidad que se sostiene. Me parece que el arte no necesariamente hay que pensarlo como la vanguardia crítica, también puede ser profundamente humanista; incluso el arte neoclásico plantea los lugares comunes de una cierta politización del ethos que aún es posible. El problema no es el humanismo, no es el arte humanista o el neoclasicismo. El problema es que las obras de arte terminan dentro de museos a los que pueden entrar pocas personas, es un problema de elitismo económico, no tanto de lo que el arte es capaz de dar. Cualquier persona puede disfrutar de una pieza de arte. Por supuesto que después tenemos la crítica marxista al arte burgués, donde se va a plantear que no es lo mismo la música de Beethoven o de Bach, o la música de un Chaikovski, que es una música esencialmente burguesa y que no puede ser disfrutada por las clases populares. Creo que no es así, ese es un gran prejuicio en el que ha caído también el marxismo crítico. Theodor Adorno vuelve a decir lo mismo, la música vulgar no tiene ningún potencial revolucionario, hay que volver a la música clásica de la burguesía del siglo XVIII. Hay muchos elitismos por derribar.
Después tenemos otra visión del arte, como la piensa Benjamin en La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica (1936): el arte como un elemento de resistencia, ya no como un foco para un cierto consenso y un ethos común que habilita juegos de interpretación, sino como la fuerza de politización de una comunidad en el arte; el arte que acompaña esa politización y esa estetización de la comunidad. El arte resiste, aguanta, tolera, conserva las esperanzas revolucionarias frente al avance de los poderes despóticos. En nuestra posición de hoy, es muy importante recapitular el arte llamado popular, el arte de la calle, el arte de la gente, el arte que manifiesta la idiosincrasia de una comunidad. El arte que quiere ser singular, que quiere ser sintomático, que no quiere quedar absorbido y totalizado por la industria cultural.
Me parece que hay un ensayo maravilloso para pensar esta pregunta, El artista y la época (1926) el libro de Mariátegui sobre la relación entre arte e ideología, y también, La industria cultural. Iluminismo como mistifiacion de masas, de Adorno y Horkheimer sobre la industria cultural y el arte. El arte para mí hoy tiene que ser (capaz que esto va a sonar bastante burgués, aún tenemos atravesado el discurso humanista) ese lugar popular, latinoamericano, situado, regional, singular, sintomático en el sentido de lo irreductible; que se resista el avance brutal, ideológico, totalmente astronómico de la industria cultural, es decir, confrontar a esa confusión que afirma que el saber ahora está en YouTube, que el entretenimiento se reduce al streaming de las plataformas de extracción de datos como Netflix, y que ya no hay posibilidad para ninguna otra experiencia colectiva, ética y política del placer y del gusto, como en otras épocas. Entonces, creo que hoy el arte es un elemento esencial de una política crítica, no es el único, tampoco creo que la política crítica se reduzca al arte. Pero sí me parece que ninguna política crítica se puede pensar sin el arte, un arte desde lo sintomático, es decir, sintomático en el sentido de no poder ser reducido, absorbido a una ideología cosmopolita totalmente financiada por la industria cultural.