En mi mano sostengo el plectro de obsidiana que abrirá las cuerdas entreveradas de las cerraduras. Los calabozos se encuentran bajando por el túnel sucesivo. Un abismo impregnado de bandas presidenciales, patas de caballo y paradas militares. Casi no hay margen. Solo hay espacio para que ingrese uno de nosotros, los demás, esperarán vigilantes en la entrada.
La conjunción es acertada: Es ahora o nunca. Me deslizo hacía el fondo nacional donde gotean estalactitas de amnesia que alimentan en un sin-tiempo el empedrado resbaloso de espejos.
Cada pisada genera ecos en lo que fue pero permanece, suenan las tijeras territoriales del cercenamiento geográfico como si fuesen sus chasquidos, los silencios del pentagrama de un himno de oído.
En la obscuridad del túnel, solo la luz de la obsidiana me guía, el contrapunto solemne susurra miles de vocecitas que armonizan innumerables comisiones de embajadas indulgentes, almuerzos y festines de la obsecuencia en degradé.
Fósiles de balcones empapelados de discursos derretidos, sombras tunantes que firman protocolos, decretos y ordenanzas. Plantas carnívoras con estrellas en los colmillos, ondean su aliento castrense a través de miles de pantallas trastornadas.
Ya casi al llegar a los calabozos, debo cruzar un pantano de charreteras y cañones regalados, nudos de corbata putrefacta, micrófonos sin pilas higiénicas y valijas constitucionales.
Marañas de pelucas en un pantano de vestidos y carruajes, chapurrean en un francés mal pronunciado blasfemias por monedas, crucifijos y sotanas.
Mientras más abajo estoy, gana el silencio en círculos. La cerámica sedimentaria entrelaza raíces de millares de ojos que esperan por su momento.
No tengo señal con la superficie. Por todas partes ebullen fonemas de lenguas perdidas y letras que atraviesan mi cuerpo como partículas espaciales. Parecería que el horizonte del transcurso está hacía atrás, me dicta la confusión temporal, pero no, es hacía adelante el descenso. Miro la obsidiana que comienza a parpadear, tal como me lo advirtieron. Los calabozos están cerca.
Una vez atravesado el pantano, cesa el ruido polifónico de mitas y elegías, y todo se condensa en un latido grave, telúrico; como un subwoofer que retumba, marcando lento y profundo el ritmo arterial entre la sístole y la diástole de una placenta que todo lo envuelve.
No es frio, no es calor, no es arriba, ni es abajo, sin embargo, por fin el piso es sólido aunque una bruma espesa cubre el lugar. En el fondo de lo que se alcanza a ver, como un espejismo, las puertas de los calabozos. Obscuras, verticales como criptas empotradas en el piso. Algunas tienen escudos nacionales podridos por la humedad, otras, formas de titanes inquisitoriales con armaduras llenas de eses cruzadas.
La obsidiana fosforescente arpegia todos los cerrojos en un instante. Un torrente de ambrosía-Koricancha irriga la Marabunta eterna, que en un efecto de batiscafo inmanente comienza su ascenso irrefrenable. En un instante, somos un géiser rompiendo la noche del vacío: La parodia nacional de la maldición de Eresictón comienza su derrumbe. Ya afuera, solo transcurrieron pocos minutos, nos reagrupamos, juntamos las obsidianas para comunicarnos. Las abejas desde el cielo nos saludan y los dioses nos esperan para beber el Néctar volcánico de todo comienzo. Sobre nuestras pisadas sigilosas, un sol de aguas nos acompaña en nuestro viaje de regreso hacía adelante. Nuestra memoria vastamente poblada, sabe, siempre lo supo, Matriota esta activada.
* Ilustraciones por Francisco Galárraga.