PostApocalipsis Nau

Para blindar a la broca

Des­de la ven­tana de tu ofic­i­na ves como el Par­que del Arboli­to se llena de gente, ban­deras, bom­bos. Tienes ganas de ir, pero lo que te retiene no es que te reconoz­can. Un par de piedras lle­gan has­ta el ven­tanal, parpadeas ape­nas, las consignas gol­pean den­tro de ti. Cada vez pasas más tiem­po en tu ofic­i­na, el sleep­ing está en la estantería. Sue­na el telé­fono, es tu sec­re­taria, la policía ordenó la evac­uación del edi­fi­cio. Al comien­zo haces como que no escuchaste, apa­gas tu celu­lar para no ver los men­sajes. Inmóvil, ten­di­do sobre la alfom­bra, frente a tu escrito­rio, te daba miedo cer­rar los ojos. No haber encen­di­do las luces de nada sirvió. Tocan la puer­ta y te quedas qui­eto. Tu sec­re­taria sabe que estás ahí, la oyes cansarse de gol­pear, luego irse tras los ofi­ciales que van ver­i­f­i­can­do que nadie se quede. Cuan­do no oyes ningún rui­do y crees que ha pasa­do mucho tiem­po, te lev­an­tas pesada­mente, vas hacia el ven­tanal, las escali­natas del Ágo­ra están reple­tas. En medio, hay dos ofi­ciales de civ­il miran­do hacia tu ven­tana. Vuel­ven a tocar la puer­ta con más insis­ten­cia, es un teniente que te pide que sal­gas. Al fin te decides a bajar porque no te encon­trarás con nadie en la salida.

Casi no vas a tu depar­ta­men­to des­de que te cam­bi­aste a la zona de los fal­sos ricos. Vagas por los corre­dores y los cuar­tos vacíos como un inva­sor. Es tan grande y está tan bien dec­o­ra­do que te da insom­nio. Abres el refrig­er­ador y te quedas miran­do como la comi­da se pudre. Ves las lla­ma­radas del amanecer sobre la aveni­da, te tiem­blan las manos. “Solo es letra muer­ta”, te lo repetías una y otra vez, “pero eje­cu­ta­da a la inver­sa obstruye y sojuz­ga”. Qué dem­a­gogo, pare­ces artista. Crees que te aban­do­nan por tan­ta cor­rec­ción, por tus ideas del bien. Míra­los, son rábanos radioac­tivos, lle­van bajo la cás­cara un tri­bunal y una célu­la de mar­ket­ing estratégi­co que deja yer­ma toda super­fi­cie. Vienen por tu suel­do y tu cabeza; solo eres otro uji­er de la sinarquía.

No sabes cuán­do dar clases dejó de impor­tarte. Ya no sientes elec­t­ri­ci­dad ni en tu espal­da, ni en la atmós­fera, des­de que se extir­pó al ero­tismo de la trans­fer­en­cia de saber. Si miras a alguien del aula por más de 30 segun­dos te pueden deman­dar. Con la mira­da fija en la pared del fon­do, es como si tuvieras una pista graba­da en tu gar­gan­ta. Si pre­gun­tan algo eres una digre­sión abstrusa. Matri­o­ta lev­an­tó la mano:

— ¿Qué es peor, la mala con­cien­cia o la mala reputación?

Sin darte cuen­ta te habías queda­do dormi­do en una mesa de la bib­liote­ca, las luces se iban apa­gan­do, alguien arras­tra­ba una esco­ba a lo lejos. El frío venía de aden­tro de ti.

Su Exce­len­cia, mue­ca y son­risa, estás cansa­do de medir lo que dices en las sesiones del pleno. El pres­i­dente de la Corte te parece más des­pre­cia­ble cada día. Cuan­do te bus­ca, resuelves sus dudas no por respeto, sino por miedo. Si insistes con una ini­cia­ti­va, tus cole­gas y el pres­i­dente la der­rib­an. Al mis­mo tiem­po que entró la deman­da vino la lla­ma­da des­de la sede en Mon­tre­al: ellos se hacen car­go de los abo­ga­dos de la comu­nidad. La deman­da es para que se le con­cedan dere­chos al Río Xurandó, en la región de Oro­ge­nia. Mien­tras el liti­gio se pro­lon­ga, se le revo­cará la con­ce­sión a la empre­sa chi­na; el Min­is­te­rio del Ambi­ente se arreglará con los diri­gentes, no hay lob­by que no le llegue al pre­cio a los activis­tas. Las bro­cas ya están en la adu­a­na. Los téc­ni­cos se abur­ren en el hotel. Esper­an de ti la prosa para blindarlos.

Pasas el redondel de las Focas entre la bru­ma del gas, ves como descar­gan las pro­vi­siones para el come­dor y el dor­mi­to­rio del cam­pa­men­to que Matri­o­ta impro­visó en el col­iseo. Cuan­do ibas entran­do a ver si podías ayu­dar, vuelve a caer otra ráfa­ga de bom­bas. Un policía va hacia ti, le gri­tas iden­ti­ficán­dote, dán­dole órdenes, pero su culata­zo es más rápi­do. No pud­iste ver­le la cara a quien te recogió del sue­lo, te llevó aden­tro del col­iseo y te vendó la frente. Afuera seguían las explo­siones y el gas seguía entran­do. Cuan­do ya no tosías y pud­iste pararte, eras el úni­co que esta­ba solo y tem­bla­ba. Las ollas res­p­lan­decían sobre la leña. Cuan­do vuel­va a reunirse el pleno, el pres­i­dente te lla­mará antes para que le pre­pares lo que va a decir, el esco­zor del gas volverá a tu gar­gan­ta. Cuan­do firmes, sen­tirás otra vez la cula­ta sobre tu frente. Acuér­date, Matri­o­ta der­ra­ma áci­do sobre las tablas de la ley.

* Fotografías por Fran­cis­co Galárraga.