PostApocalipsis Nau

El clavo en la humareda

Cuan­do se abre el portón, saber que te esper­an ya no te sacude. Te esta­cionas cer­ca de la sal­i­da para que los vean irse jun­tos. En la bar­ra, tu refle­jo en las botel­las hace que el bul­li­cio tiem­ble. Casi nadie se vol­tea para verte. Se lo advirtieron, aún no sabe quién eres; pero va direc­to hacia tu mesa. Cuan­do te dejabas seguir por tipos may­ores, el vér­ti­go se imponía al miedo. Hoy, tu olfa­to para los vein­teañeros es infal­i­ble, pero en vez de lati­dos, solo tienes tedio y deses­peración. Antes de que se vayan ya no te acuer­das de sus nom­bres, en sus cos­til­las se lle­van la mar­ca de tu garfio. Ape­nas dilata­do, sabes cuán­do patear­le la cara al que se hincó por tu brague­ta en el vesti­dor del gimnasio.

La máquina de bron­cea­do te dejó un tono amar­il­len­to en la piel que ningu­na cre­ma apla­ca. En el espe­jo acari­cias tus bíceps, tal­las tu bar­ba, ya no eres un engen­dro de Mal­doror, solo un fil­is­teo. Di empatía otra vez, repite emprendimien­to; indíg­nate con los con­ser­vadores, aunque seas más curuchu­pa que ellos. De la men­ti­ra del niño genio solo te quedó un alto coe­fi­ciente de pre­ten­sión. Háblanos de la magia del libre mer­ca­do, explí­canos el lib­er­al­is­mo. Cuan­do vuel­vas a hac­er cine no habrá rec­ha­zo, ni incom­pren­sión; sino los aplau­sos que puedas alquilar para el mus­lo agu­sana­do de tu indi­vid­u­al­i­dad. Cuan­do vuel­vas a escribir serás infan­til como un car­ca­mal. No puedes vender ni admin­is­trar nada, solo par­a­sitar de otros. El defen­sor del lucro ajeno es un saqueador.

Cuan­do te acuer­das ya no puedes dormir: Las mesas del Hue­co eran pesadas y tenían un reves­timien­to de met­al en los bor­des. Te res­bal­aste en la pista, estabas tan marea­do que no sen­tiste la mesa cayen­do sobre tu rodil­la. En real­i­dad, los ami­gos de tu ex querían meterte a un taxi para darte una golpiza en un descam­pa­do. Pero al ver que, bajo las ráfa­gas de luces, nadie se acer­ca­ba a lev­an­tarte; uno de ellos (nun­ca supiste quién fue; antes esta­ban dis­per­sos, aho­ra son chicos de Matri­o­ta) pasó rozan­do la mesa que esta­ba cer­ca de ti. Has­ta para pedir que te car­guen eres sober­bio. Te subieron a un taxi; pero a la mañana sigu­iente no te pud­iste levantar.

“Nadie se que­da con­ti­go porque eres una mier­da”, te gritó al echarte de su piso en Madrid. Al comien­zo creíste que te iba a lla­mar a pre­gun­tarte si estabas bien, luego te lle­garon los pape­les del divor­cio. Cuan­do el encier­ro se pro­longó, tu telé­fono solo vibra­ba con las noti­fi­ca­ciones de Grindr (3 per­files: para el que te sacó bole­ta de aux­ilio, otro para los que te dejaron de hablar, el de la foto en Benarés no fun­cionó). Cuan­do le mar­caste y no te con­testó tam­poco sen­tiste nada.

Aunque ya te lo hayan extir­pa­do, si vuelves a sen­tir el cla­vo que llev­aste en la rótu­la, otra dosis de zoloft te devuelve al fon­do de la pisci­na. Des­de que volviste a Cum­baY­ork recla­mas un visa­do para quienes quier­an entrar al pro­tec­tora­do de los depredadores. Para qué vas a enten­der el país al que odias, cla­mas por líderes porque la humare­da de tu crá­neo tiem­bla con la mul­ti­tud que incen­dia los tanques.

Lib­er­tario era Bue­naven­tu­ra Dur­ru­ti, vos estás hin­cha­do de esteroides y cobardía. En esta par­ti­da de aje­drez perdiste tu hacien­da en la ter­cera juga­da. Matri­o­ta te va a quitar todo lo que tus abue­los nos arrebataron; la pla­ta que fugas a Dubái; la casa de tus viejos, con su arte colo­nial y su colec­ción arque­ológ­i­ca. Matri­o­ta te va a sacar tus empre­sas, san­gui­jue­las del Esta­do. Des­de el Sur, Matri­o­ta no dejó ningu­na vidri­era en pie; no hay anti­motines, ni inhibidores de señal que imp­i­dan la ocu­pación de los Valles por sus huestes. Su voz hace que las veredas y los par­ques sean una asam­blea. Las zonas lib­er­adas eclo­sion­arán para volver a ten­er futuro.

*Fotoilus­tra­ciones por Fran­cis­co Galár­ra­ga.