PostApocalipsis Nau

Holobionte subversivo

Ilustración/collage por Fran­cis­co Galárraga

— Mi nom­bre fue reg­istra­do en el libro de blan­cos cuan­do nací y en el libro de indios después de mi muerte,— nos con­fe­saste casi al despedirnos.

Después de cam­i­nar tres días por los filos del acan­ti­la­do camino a Wiriku­ta, Fugi­ti­vo Con­cur­ri­do dio la señal y nue­stros pasos se detu­vieron frente al man­an­tial cristalino.

Al caer la tarde, nues­tras miradas expec­tantes por todas las noches de trav­es­ía, casi podían encen­der el fuego con rayos de lla­mas. Papa Soroche sacó su pon­cho al filo de la rivera de la caí­da de agua y señaló la pun­ta del trí­gono de invo­cación que for­maríamos. Nue­stro can­to fig­uró armonías pirami­dales que atrav­es­aron el fir­ma­men­to durante horas. Con la noche espe­sa, des­de el otro lado de la rivera, su pres­en­cia fue habitán­donos al rit­mo del parpadeo del fuego, de fon­do, su camisa blan­ca onde­a­ba a con­tra­pun­to con el movimien­to del agua .

— Papá Soroche estu­vo con­mi­go —, nos dijo, jun­tos acti­va­mos los sig­i­los en tier­ras del sur; en el mis­mo lugar donde el Emper­ador Huay­na Capac agon­i­z­a­ba diez años antes de la lle­ga­da de la primera cepa.

— Los cadáveres de la Viru­ela, el Sarampión, el Tifus, la Malar­ia, la Sífil­is y la Gonor­rea, aún deam­bu­lan en pro­ce­sión por las calles de la Real Audi­en­cia. Des­de Guápu­lo a la Cat­e­dral los sobre­vivientes invo­can, una vez más, aux­ilio celes­tial entre los cadáveres insepul­tos por todas partes. 

— Preser­var a los pueb­los de las viru­elas es lo mis­mo que preser­var­los de las elites inoc­u­ladas de des­pre­cio, escribi­mos en los pañue­los rojos que col­g­amos en cada cruz de piedra por toda la ciu­dad en 1785.

— En el Tejar encon­trarán el últi­mo de los sig­i­los, — nos advir­tió, pero antes deber­e­mos vis­i­tar el viejo Hos­pi­tal San Juan de Dios, donde indios y blan­cos morían por igual. 

Hacia las afueras debían reubicar los cemente­rios y mejo­rar la salu­bri­dad públi­ca. No le hicieron caso. A escon­di­das de las tinieblas de los priv­i­le­gia­dos, cada sig­i­lo, cada con­juro, fue acti­va­do en la clandestinidad. 

Antes de irse nos dejó las coor­de­nadas de todos los con­juros inoc­u­la­dos des­de entonces. Tal­la­do en sur­cos cir­cu­lares en la piedra, el cir­cuito del Holo­bionte sub­ver­si­vo se rev­eló con los primeros rayos del sol.

— Los sig­i­los del Yanan­tin inmu­nizarán la peste del cru­ci­fi­jo de amplio espec­tro, pero debe hac­erse rápi­do, —dijo Papá Soroche.

— La hemod­inámi­ca sigue col­i­sion­a­da por cada cla­vo de las espinas persig­nadas en la espa­da de la autoridad.

La tem­pes­tad eléc­tri­ca no bor­ró el ras­tro de regre­so y entre­lazamos el rum­bo por las for­mas bajas de la geografía has­ta comen­zar el ascen­so. En el tran­scur­so, abrazamos la cin­tu­ra de las mon­tañas en zigzag, has­ta avi­zo­rar el lugar del Ush­nu. Envuel­tos en la bru­ma de la mese­ta, nos gote­a­ban las narices del páramo. Con las ore­jas paradas al roce ulu­lante de la ven­tis­ca en las piedras, decod­i­fi­camos el frase­ma. Su voz era un susurro en loop, con­fig­u­ra­do con la tra­ma del vien­to para recrearse en el espi­ral de los años.

Fugi­ti­vo Con­cur­ri­do dio la señal sobre el primer sig­i­lo. Con­fig­u­ramos las coor­de­nadas del momen­to para trasladarnos sobre la simetría rota­cional del tiem­po. El bosque pri­mario desa­pare­ció como un pun­to en una hoja per­di­da del radio de giro y nos envolvieron las luces en inter­jec­ciones viales de refle­jos solitarios. 

Entre las lagu­nas fan­tas­ma que merodean el sub­sue­lo del asfal­to y las cañadas rel­lenas con dios­es sepul­ta­dos bajo edi­fi­cios, calles y ban­cos, con­ta­mos siete semá­foros que alum­bra­ban con inter­mi­ten­cia las silue­tas arru­madas de los cadáveres en las afueras de los hos­pi­tales soli­tar­ios, en las ven­tanas de las puer­tas, los logoti­pos de col­ores de las tar­je­tas de crédi­to guiña­ban un ojo azul mecánico.

Los sig­i­los emitían vibración en algu­na parte, en la nebli­na de las invari­an­cias temporales.

A escon­di­das, casi imper­cep­ti­ble de nosotros, un ima­go cruza las calles que nun­ca visi­ta. Una hilera enju­ta de cuer­pos flat­u­len­tos se poza a hur­tadil­las en el dis­pen­sario de un bar­rio pro­le­ta para no hac­er bom­ba. Tuvieron que estar a las seis sin avis­ar a nadie, les advirtieron des­de el Min­is­te­rio. No está mal, pien­san en silen­cio, después de todo, la Patria les debe tan­to. Ilus­tres comu­ni­cadores, diplomáti­cos, inver­sion­istas y ofi­ciales del club de los que se peinan las canas con agua tib­ia, hacen fila, mien­tras, sus choferes esper­an afuera en el aguacero de las ocho.

Bajo la Cat­e­dral, en la piedra de siete vór­tices, acti­va­mos el últi­mo de los sig­i­los del antígeno.

Papa Soroche dio la señal e inoc­u­lam­os todas las molécu­las del aire frio penumbral.

— La vac­u­na esta acti­va­da en el tor­rente, devo­ran­do la amne­sia del sacra­men­to nacional.

Varias cuadras aba­jo, cer­ca de la para­da del tren, los autos esper­an vacíos afuera del dis­pen­sario médi­co. Aden­tro un mon­tón de tra­jes de fino corte yacen caí­dos sobre el piso como si nadie los hubiera usa­do nunca.

En el muro se alcan­za a leer: 

Ellos tienen la rep­utación del bel­lo espíritu sin ten­er el méri­to ni el carác­ter”.

Luis Chusig alias Euge­nio Espejo