— Mi nombre fue registrado en el libro de blancos cuando nací y en el libro de indios después de mi muerte,— nos confesaste casi al despedirnos.
Después de caminar tres días por los filos del acantilado camino a Wirikuta, Fugitivo Concurrido dio la señal y nuestros pasos se detuvieron frente al manantial cristalino.
Al caer la tarde, nuestras miradas expectantes por todas las noches de travesía, casi podían encender el fuego con rayos de llamas. Papa Soroche sacó su poncho al filo de la rivera de la caída de agua y señaló la punta del trígono de invocación que formaríamos. Nuestro canto figuró armonías piramidales que atravesaron el firmamento durante horas. Con la noche espesa, desde el otro lado de la rivera, su presencia fue habitándonos al ritmo del parpadeo del fuego, de fondo, su camisa blanca ondeaba a contrapunto con el movimiento del agua .
— Papá Soroche estuvo conmigo —, nos dijo, juntos activamos los sigilos en tierras del sur; en el mismo lugar donde el Emperador Huayna Capac agonizaba diez años antes de la llegada de la primera cepa.
— Los cadáveres de la Viruela, el Sarampión, el Tifus, la Malaria, la Sífilis y la Gonorrea, aún deambulan en procesión por las calles de la Real Audiencia. Desde Guápulo a la Catedral los sobrevivientes invocan, una vez más, auxilio celestial entre los cadáveres insepultos por todas partes.
— Preservar a los pueblos de las viruelas es lo mismo que preservarlos de las elites inoculadas de desprecio, escribimos en los pañuelos rojos que colgamos en cada cruz de piedra por toda la ciudad en 1785.
— En el Tejar encontrarán el último de los sigilos, — nos advirtió, pero antes deberemos visitar el viejo Hospital San Juan de Dios, donde indios y blancos morían por igual.
Hacia las afueras debían reubicar los cementerios y mejorar la salubridad pública. No le hicieron caso. A escondidas de las tinieblas de los privilegiados, cada sigilo, cada conjuro, fue activado en la clandestinidad.
Antes de irse nos dejó las coordenadas de todos los conjuros inoculados desde entonces. Tallado en surcos circulares en la piedra, el circuito del Holobionte subversivo se reveló con los primeros rayos del sol.
— Los sigilos del Yanantin inmunizarán la peste del crucifijo de amplio espectro, pero debe hacerse rápido, —dijo Papá Soroche.
— La hemodinámica sigue colisionada por cada clavo de las espinas persignadas en la espada de la autoridad.
La tempestad eléctrica no borró el rastro de regreso y entrelazamos el rumbo por las formas bajas de la geografía hasta comenzar el ascenso. En el transcurso, abrazamos la cintura de las montañas en zigzag, hasta avizorar el lugar del Ushnu. Envueltos en la bruma de la meseta, nos goteaban las narices del páramo. Con las orejas paradas al roce ululante de la ventisca en las piedras, decodificamos el frasema. Su voz era un susurro en loop, configurado con la trama del viento para recrearse en el espiral de los años.
Fugitivo Concurrido dio la señal sobre el primer sigilo. Configuramos las coordenadas del momento para trasladarnos sobre la simetría rotacional del tiempo. El bosque primario desapareció como un punto en una hoja perdida del radio de giro y nos envolvieron las luces en interjecciones viales de reflejos solitarios.
Entre las lagunas fantasma que merodean el subsuelo del asfalto y las cañadas rellenas con dioses sepultados bajo edificios, calles y bancos, contamos siete semáforos que alumbraban con intermitencia las siluetas arrumadas de los cadáveres en las afueras de los hospitales solitarios, en las ventanas de las puertas, los logotipos de colores de las tarjetas de crédito guiñaban un ojo azul mecánico.
Los sigilos emitían vibración en alguna parte, en la neblina de las invariancias temporales.
A escondidas, casi imperceptible de nosotros, un imago cruza las calles que nunca visita. Una hilera enjuta de cuerpos flatulentos se poza a hurtadillas en el dispensario de un barrio proleta para no hacer bomba. Tuvieron que estar a las seis sin avisar a nadie, les advirtieron desde el Ministerio. No está mal, piensan en silencio, después de todo, la Patria les debe tanto. Ilustres comunicadores, diplomáticos, inversionistas y oficiales del club de los que se peinan las canas con agua tibia, hacen fila, mientras, sus choferes esperan afuera en el aguacero de las ocho.
Bajo la Catedral, en la piedra de siete vórtices, activamos el último de los sigilos del antígeno.
Papa Soroche dio la señal e inoculamos todas las moléculas del aire frio penumbral.
— La vacuna esta activada en el torrente, devorando la amnesia del sacramento nacional.
Varias cuadras abajo, cerca de la parada del tren, los autos esperan vacíos afuera del dispensario médico. Adentro un montón de trajes de fino corte yacen caídos sobre el piso como si nadie los hubiera usado nunca.
En el muro se alcanza a leer:
“Ellos tienen la reputación del bello espíritu sin tener el mérito ni el carácter”.
Luis Chusig alias Eugenio Espejo