“Tout virus est prodigue”
Henri Michaux
En el redondel una mujer puso su carpa, enciende una hoguera en las noches, habla con el fuego, invoca, pide, le escupe aguardiente, llora, grita, ríe del relámpago. Una jauría de perros la rodea cuando sale a pedir comida. Si la llama está erguida en pleno día, un remolino de nubes abre sus fauces de saurio.
***
El cuello cortado del amanecer gotea en el ventanuco. Tres monedas ennegrecidas: un chip de celular o un tanque de gas. Volver caminando, el estómago ardiendo por el carbón de las cocinas, indiferente al brillo de las vidrieras. Hablas y hablas solo en una habitación helada a una silla desvencijada, a los vidrios empañados, a un colchón de síntomas venéreos. Una llama verdosa lame el muro, la gotera murmura desde el techo. Nunca traerás a nadie a este lugar. ¿Quién va a querer venir aquí, contigo, para qué?
La vecina del cuarto de al lado es piscis, al llegar abre la puerta con apremio, pone vídeos de horóscopos a todo volumen en su teléfono. También es tu signo lunar, a veces no puedes oír a través de la pared, su teléfono se apagó y se quedó dormida. Abre la ventana para tener mejor señal al hablar con su mamá, fuma y escucha música, mete su ropa seca. El chirrido de su puerta y su taconeo te despiertan, entre las agujas del frío sales hacia la estación.
—Sigue derecho —, sintió una punzada en su costado —. No me mires. Ojos almendra, un mechón blanco en el pelo ondulado, la ceja blanca, unos labios de fruta robada, dos lunares equidistantes en el cuello.
— Mira hacia el frente —. Se detuvieron frente al cubo de basura, Selma lo destapó. ― Métete, ― ordenó, él retrocedió negándose. Ella empezó a subir, antes de que él llegara a golpearla, Selma volteó, le dobló el brazo, lo pateó en el estómago.
El precipicio le hizo aferrarse con las dos manos a los barrotes de una escalera, se raspó la cara y las costillas. Ella descendía deprisa.
— Te sigo apuntando.
***
La hacienda que hoy es una hostería guarda la belleza de lo sitiado. Nubes de carbón sangrando en la madrugada. Viniste para concentrarte y terminar tu guion, a no saber de nadie, sobre todo de aquel que ya no te busca. Sobre el bargueño revisas tus apuntes, un bot de ti mismo chapoteando en bilis. Sigues esperando lo que no existe. Tomas una pastela. Un estruendo sacude los muebles, la mesa en la que no escribes, se va la luz por un momento y regresa. Te levantas, abres el ventanal, el fuego avanza desde el sur. Tomas otra pastela. No. No cierres los ojos: cercado por el humo, el zapateo retumba. Lo que rechina a tus espaldas son tus cadenas.
***
— Záfenlo, pero no dejes de apuntarle. Un puñetazo en el vientre lo hundió en la silla.
— El Gnomo ha venido tres veces desde que llegué ―, iba recuperando el aliento ―. La primera, se encerró con la junta directiva, al día siguiente la mitad de las pirañas de la redacción quedaron boqueando en la vereda. La segunda vez, un ex presentador estrella, sin saber que estaban por despedirlo, intentó convencerlo de ser su socio importando medicamentos sin patente, apareció en una cuneta con ropa interior de mujer. La última vez no vino al diario, lo recibieron en palacio.
— Nadie te preguntó.
Es la iglesia del Barco zona liberada, hay cónclave. El taconear de las siluetas, rostros que le vociferaban.
— Si apago la central no hay cámaras, no hay sirena, los portones se abren. Tienen 15 minutos antes que llega la alerta. Mis colegas no solo son lentos cuando corren.
― ¡Cállate chucha! Es un oreja. ¡Dispárale!
— Digamos por un momento que te creo, ― Selma miraba un mapa en su teléfono ―, que nos vas a abrir la puerta, que a esa hora el edificio del canal está casi vacío, el reportero de guardia y los operadores están dormidos sobre las perillas.
— ¿Cuándo se te venció la visa?
― ¿Qué quieres?
— Una camioneta como la que traes con matrícula nueva y 5 mil dólares. Acá ya fue.
— A vos la plata te tiene fobia ―, Selma lo rodeó y se detuvo a sus espaldas ―. Al topo lo entierra su propio su túnel ―, llamó a sus huestes, los Abdo Rinbo. ―. Vamos a transmitir.
— Un camión frigorífico entrará a las 21 h, ― de pronto Selma volvió a hablarle ― vas a registrar un pedido en la lista de entregas. El comedor está cerrado a esa hora, el camión va al estacionamiento que está enfrente, entre el edificio del canal y la torre de las imprentas.
― Entrar por atrás es un suicidio, la policía los cercará en tres minutos.
— Tengo una moto para ti.
***
— El rey del bache.
— De Turubamba a Chiviquí, persiste una bruma arenosa en las arterias, pero sus sentidos están enmohecidos al conjuro que la disuelva; de La Argelia a Collaquí, no queda nadie con las manos sin expropiar, pero faltan dos eternidades para que sepan que los marcaron como desechos.
― Siempre con un no en los labios.
Aparcó la moto junto a la camioneta.
― Soy mi propio obstáculo.
— El algoritmo te tiene agarrado de los huevos.
— Vos igual.
— No puedes vender ni administrar nada.
― Me enculebro si me tocan al perro.
La alambrada es el vitral de la Iglesia del Barco. Selma repartió las posiciones, el cigarro rotaba de boca en boca.
― A veces la hiel del día embota, dijo Selma, no deja ver que tras la humareda queda el futuro.
Deliberadamente lo dejó al último:
— Solo piensas en lo que te falta, no sé si confío en ti.
***
— Vengo desde el sur más salvaje — el lente de la cámara es de labios gélidos.
En memoria de Selma Solórzano
(1980–2020)