PostApocalipsis Nau

Sobre el tono imperativo

Fotoilus­tración por Fran­cis­co Galárraga

“Tout virus est prodigue”

Hen­ri Michaux

En el redondel una mujer puso su carpa, enciende una hoguera en las noches, habla con el fuego, invo­ca, pide, le escupe aguar­di­ente, llo­ra, gri­ta, ríe del relám­pa­go. Una jau­ría de per­ros la rodea cuan­do sale a pedir comi­da. Si la lla­ma está ergui­da en pleno día, un remoli­no de nubes abre sus fauces de saurio. 

***

El cuel­lo cor­ta­do del amanecer gotea en el ven­tanu­co. Tres mon­edas ennegre­ci­das: un chip de celu­lar o un tanque de gas. Volver cam­i­nan­do, el estó­ma­go ardi­en­do por el car­bón de las coci­nas, indifer­ente al bril­lo de las vidri­eras. Hablas y hablas solo en una habitación hela­da a una sil­la desven­ci­ja­da, a los vidrios empaña­dos, a un colchón de sín­tomas venére­os. Una lla­ma ver­dosa lame el muro, la gotera mur­mu­ra des­de el techo. Nun­ca traerás a nadie a este lugar. ¿Quién va a quer­er venir aquí, con­ti­go, para qué? 

La veci­na del cuar­to de al lado es pis­cis, al lle­gar abre la puer­ta con apremio, pone vídeos de horós­co­pos a todo vol­u­men en su telé­fono. Tam­bién es tu sig­no lunar, a veces no puedes oír a través de la pared, su telé­fono se apagó y se quedó dormi­da. Abre la ven­tana para ten­er mejor señal al hablar con su mamá, fuma y escucha músi­ca, mete su ropa seca. El chirri­do de su puer­ta y su taco­neo te despier­tan, entre las agu­jas del frío sales hacia la estación. 

—Sigue dere­cho —, sin­tió una pun­za­da en su costa­do —. No me mires. Ojos almen­dra, un mechón blan­co en el pelo ondu­la­do, la ceja blan­ca, unos labios de fru­ta roba­da, dos lunares equidis­tantes en el cuello. 

 — Mira hacia el frente —. Se detu­vieron frente al cubo de basura, Sel­ma lo destapó. ― Métete, ― ordenó, él retro­cedió negán­dose. Ella empezó a subir, antes de que él lle­gara a gol­pearla, Sel­ma volteó, le dobló el bra­zo, lo pateó en el estómago. 

El precipi­cio le hizo afer­rarse con las dos manos a los bar­rotes de una escalera, se raspó la cara y las cos­til­las. Ella descendía deprisa. 

— Te sigo apuntando. 

***

La hacien­da que hoy es una hostería guar­da la belleza de lo siti­a­do. Nubes de car­bón san­gran­do en la madru­ga­da. Vin­iste para con­cen­trarte y ter­mi­nar tu guion, a no saber de nadie, sobre todo de aquel que ya no te bus­ca. Sobre el bar­gueño revisas tus apuntes, un bot de ti mis­mo chapote­an­do en bilis. Sigues esperan­do lo que no existe. Tomas una pastela. Un estru­en­do sacude los mue­bles, la mesa en la que no escribes, se va la luz por un momen­to y regre­sa. Te lev­an­tas, abres el ven­tanal, el fuego avan­za des­de el sur. Tomas otra pastela. No. No cier­res los ojos: cer­ca­do por el humo, el zap­ateo retum­ba. Lo que rechi­na a tus espal­das son tus cadenas. 

***

— Záfen­lo, pero no dejes de apun­tar­le. Un puñe­ta­zo en el vien­tre lo hundió en la silla. 

— El Gno­mo ha venido tres veces des­de que llegué ―, iba recu­peran­do el alien­to ―. La primera, se encer­ró con la jun­ta direc­ti­va, al día sigu­iente la mitad de las pirañas de la redac­ción quedaron boque­an­do en la vere­da. La segun­da vez, un ex pre­sen­ta­dor estrel­la, sin saber que esta­ban por des­pedir­lo, inten­tó con­vencer­lo de ser su socio impor­tan­do medica­men­tos sin patente, apare­ció en una cune­ta con ropa inte­ri­or de mujer. La últi­ma vez no vino al diario, lo reci­bieron en palacio.

— Nadie te preguntó. 

Es la igle­sia del Bar­co zona lib­er­a­da, hay cón­clave. El tacon­ear de las silue­tas, ros­tros que le vociferaban.

— Si apa­go la cen­tral no hay cámaras, no hay sire­na, los por­tones se abren. Tienen 15 min­u­tos antes que lle­ga la aler­ta. Mis cole­gas no solo son lentos cuan­do corren. 

― ¡Cál­late chucha! Es un ore­ja. ¡Dis­párale! 

—  Dig­amos por un momen­to que te creo, ― Sel­ma mira­ba un mapa en su telé­fono ―, que nos vas a abrir la puer­ta, que a esa hora el edi­fi­cio del canal está casi vacío, el reportero de guardia y los oper­adores están dormi­dos sobre las perillas. 

— ¿Cuán­do se te ven­ció la visa? 

― ¿Qué quieres? 

— Una camione­ta como la que traes con matrícu­la nue­va y 5 mil dólares. Acá ya fue. 

— A vos la pla­ta te tiene fobia ―, Sel­ma lo rodeó y se detu­vo a sus espal­das ―. Al topo lo entier­ra su pro­pio su túnel ―, llamó a sus huestes, los Abdo Rin­bo.  ―. Vamos a transmitir.

— Un camión frig­orí­fi­co entrará a las 21 h, ― de pron­to Sel­ma volvió a hablar­le ― vas a reg­is­trar un pedi­do en la lista de entre­gas. El come­dor está cer­ra­do a esa hora, el camión va al esta­cionamien­to que está enfrente, entre el edi­fi­cio del canal y la torre de las imprentas. 

 ― Entrar por atrás es un sui­cidio, la policía los cer­cará en tres minutos.

— Ten­go una moto para ti.

***

— El rey del bache. 

— De Turubam­ba a Chiviquí, per­siste una bru­ma arenosa en las arte­rias, pero sus sen­ti­dos están enmo­he­ci­dos al con­juro que la dis­uel­va; de La Argelia a Col­laquí, no que­da nadie con las manos sin expropi­ar, pero fal­tan dos eternidades para que sep­an que los mar­caron como desechos.

― Siem­pre con un no en los labios. 

Aparcó la moto jun­to a la camioneta. 

― Soy mi pro­pio obstáculo.

— El algo­rit­mo te tiene agar­ra­do de los huevos. 

— Vos igual. 

— No puedes vender ni admin­is­trar nada.

― Me encule­bro si me tocan al perro. 

La alam­bra­da es el vit­ral de la Igle­sia del Bar­co. Sel­ma repar­tió las posi­ciones, el cig­a­r­ro rota­ba de boca en boca. 

― A veces la hiel del día emb­o­ta, dijo Sel­ma, no deja ver que tras la humare­da que­da el futuro.

Delib­er­ada­mente lo dejó al último:

— Solo pien­sas en lo que te fal­ta, no sé si con­fío en ti. 

***

— Ven­go des­de el sur más sal­va­je — el lente de la cámara es de labios gélidos. 

En memo­ria de Sel­ma Solórzano 

(1980–2020)