PostApocalipsis Nau

El cuchillo clavado al morral

Las vasi­jas cru­jían bajo tus botas. Al saltar sobre las tum­bas, un puñe­ta­zo te dejó entre los mon­tícu­los. Fuman­do en un descam­pa­do, él mis­mo te enderezó la nar­iz. “Eres repug­nante, no sabes excavar. Los comuneros esta­ban plane­an­do lin­charte y yo en unírme­les”. Se llam­a­ba Erick, lo querías para ti. “Olví­date de los cana­di­ens­es y vente con­mi­go, le pro­pu­siste al salir de San Loren­zo, “en poco tiem­po pagas tus deu­das y nos vamos de viaje”. 

“Las piezas más pequeñas son las más impor­tantes, un cin­cel cor­to y la brocha, nada más”, Erick sabía cuán­do estabas dis­traí­do y fin­gías escuchar. Su cuchil­lo clava­do en tu mor­ral, pero nadie te tuvo tan­ta pacien­cia. Encendía el fuego en el cam­pa­men­to, hacía los planos, habla­ba con la gente. Sabía dónde se hacían las cer­e­mo­nias. Aprendió sobre las plan­tas, toca­ba el churo, limpia­ba y clasi­fi­ca­ba las fig­uras. Bajo la llu­via, el lodo se burla­ba del pico y la pala, tu flo­je­abas y les gri­ta­bas a los peones. Uno de ellos te encaró y te per­sigu­ió con un azadón. Erick no dejó de cavar. Ater­ra­do y maldicien­do, cor­riste has­ta tropezar, te escondiste tem­b­lan­do. Cuan­do Erick te encon­tró ibas a abrazar­lo, pero te empu­jó al sue­lo y te zaran­deó. “Si les pateas a ellos me pateas a mí”. Pediste perdón, en vano, otra vez. 

Sabes que susurrar­le a la galerista para que redoble la ofer­ta, o cuan­do callar frente al curador para que empiece a insi­s­tir. Sabes cómo enredar al deal­er de la casa de sub­as­tas. Tu preferi­do, el direc­tor de museo; vas por la espal­da y siem­pre se que­da sospechan­do que guardas mucho más. 

Des­de que Erick encon­tró la escul­tura en Jama se qued­a­ba a solas con ella, la fotografi­a­ba, la dibu­ja­ba, ano­ta­ba todo lo que iba encon­tran­do. Cuan­do se empecinó en entre­gar­la a la Uni­ver­si­dad o al Ban­co Cen­tral te pusiste furioso. “Más dinero es más angus­tia”, lev­an­tó la voz con odio. “Me prometiste que no volveríamos a cavar en cemente­rios”. “Después de mí la Bull­doz­er”, le dijiste son­rien­do. “La Matri­o­ta se va a ir. Solo dejas trizas detrás de ti,” te gritó Erick cuan­do se fue. 

Cuan­do enfer­mó lo fuiste a bus­car. A pesar del res­pi­rador y las son­das, te pre­gun­tó por la escul­tura nada más verte. Fuiste al día sigu­iente y te dijeron que ya no des­pertó. Otra noche sen­ta­do en mitad de la escalera del sótano, miran­do las vidri­eras, sus manos están en cada pieza. En tu telé­fono vibra la hora de la dosis. Te vas a deshac­er de todo, menos de la escultura. 

En una excavación siem­pre hay que lle­gar después. Tu tac­to mira en la oscuri­dad de los túne­les bajo las igle­sias. La mejor pól­iza de seguros para una colec­ción es el secre­to. Tu casa mira hacia el vol­cán, sus cimien­tos esper­an al próx­i­mo lahar. Lo que mues­tras en los salones y en el patio es para que se equiv­oque el que adiv­ina. Cada tesoro (el ído­lo lo tra­jiste de Taba­bela) viene con una cica­triz de donde fue arran­ca­do (este quipu lo sacaste deba­jo de San Fran­cis­co). El pre­cio que pones es tu capri­cho. “¿Por qué sigo hacien­do recep­ciones si soy el primero en irme?” te pre­gun­tas. “Tan­tos canal­las que quieren quedarse a solas con­mi­go, pisotearon su alma por el espe­jis­mo de la pros­peri­dad. Nun­ca encon­trarán nada”. 

Fotografías por Fran­cis­co Galárraga

Sigues sen­ta­do en mitad de la escalera cuan­do ya se fueron todos. Aunque se fue la luz, te quedaste inmóvil, tar­daste en revis­ar en tu celu­lar el sis­tema de alar­mas. Al encen­der­se las luces de emer­gen­cia, la reja de uno de los duc­tos de aire cayó al piso. La viste saltar. Sabía exac­ta­mente a donde ir. El dia­mante era otro de sus dedos. Toma la escul­tura y la envuelve. Si, es ella, las dos tienen el mis­mo ros­tro. Apa­gas la alar­ma des­de tu telé­fono y esperas has­ta que se vaya.

La humare­da se lev­an­ta hacia la cadera del volcán.