PostApocalipsis Nau

Bannoptikum

“Una ciu­dad sin ras­ca­cie­los no es una ciu­dad”, dices tras el cristal antibalas de tu despa­cho. En Dubái había pun­tos bor­rosos si mirabas aba­jo. Aquí, sus caras están peli­grosa­mente próx­i­mas. No pueden verte, pero tú sí a ellos. Los dólares en sus bol­sil­los y sus tar­je­tas te pertenecen des­de siem­pre. El gril­lete de la deu­da se enrosca en su cuel­lo; al otro extremo de la cade­na tu empuñas las llaves.

Los dedos húme­dos del aire se pegan a tus mus­los. El refle­jo del helicóptero sobre este río de bar­ro es como un saurio que res­guar­da el puer­to. Has­ta la luz está sucia en Mocolí, donde los traders no se inyectan, ni se sui­ci­dan; van a misa, estran­gu­lan a una trans en el establo y luego ensil­lan a su cabal­lo. Pobres, vocif­er­an cuan­do sube el S&P500, pero no resi­s­tirían ni quince min­u­tos en la City cuan­do baja; no entien­den que el dinero es poéti­co. Has­ta lo que tienen que hac­er lo hacen mal, ape­nas lograron que sus ger­entes en Caron­delet ya no se vayan en mayo próx­i­mo. Por lo menos hicieron de los peri­odis­tas tus cajeros y pusieron a tus cobradores en la Corte. Bostezas al escoger a quién desairar, si a la alcalde­sa, o al gobernador. 

— Bannop­tikum para la Nación, dices.

Al bor­de de tu almo­ha­da, Matri­o­ta lev­an­ta el bra­zo y el río sepul­ta Sam­bo y La Pun­til­la. Gril­los en la madru­ga­da, sábana húme­da y agria; la fla­ma te estru­ja des­de el cen­tro de tu pecho. El rumor de que Matri­o­ta rond­a­ba el puente con una tur­ba lista para ocu­par la ciu­dad volvió a Mocolí frágil como una for­ti­fi­cación. Viste por primera vez a tus veci­nos cuan­do salieron con rifles de asalto en sus Jeeps. Las vol­que­tas del munici­pio cer­raron el puente en vano. Matri­o­ta no esta­ba ahí, bajó de los cer­ros, el escuadrón volante no la vio pasar cuan­do vino des­de Bastión (que no existe) con sus hordas. 

Anteay­er, cuan­do ibas a prepararte para salir, vol­teaste al ven­tanal del jardín; el arbus­to de espinas arti­fi­ciales se lev­an­tó con una ganzúa en la mano, sus ojos eran un alar­i­do. Cor­riste a tu cuar­to y tra­baste la puer­ta, mar­caste a seguri­dad y cuan­do con­tes­taron, llo­raste. No encon­traron a nadie; pero esa fla­ma se eriza des­de tu estó­ma­go a la gar­gan­ta. Dejaste de salir, durante el día cier­ras las corti­nas, hiciste podar el jardín. Tiraste los fras­cos de pastil­las al excusado. 

Sal­vo un par de tur­is­tas, la sala vip del aerop­uer­to luce vacía. Una ciu­dad nue­va solo te dura unos meses y empacas otra vez. “Ten­go aler­gia a este lugar porque no escogí nac­er aquí”, pien­sas, pero el reloj no se con­du­ele de tu impa­cien­cia. De pron­to, los altav­o­ces anun­cian que el aerop­uer­to está cer­ra­do y que se sus­penden los vue­los. Te muerdes el labio, no tienes a nadie cer­ca para insul­tar. Cuan­do ves a las camione­tas blo­que­an­do la pista, esa fla­ma vuelve con la hor­da que arrasó la Bahía (que no existe); las huestes de Matri­o­ta saca­ban los plas­mas de los locales para que­mar­los en la calle. Pero si esas son las camione­tas del munici­pio. No entien­des nada. 

“Siem­pre hay un jet para ust­ed”, te dicen los del counter son­rién­dote para que te calmes. Des­de la ven­tanil­la, las luces del puer­to destella­ban para des­pedirte, los maldijiste tres veces. Solo cuan­do te entuben sabrás que la asfix­ia no vino de la fla­ma. La cepa la tra­jiste tú. 

Fotoilus­tra­ciones por Fran­cis­co Galárraga