PostApocalipsis Nau

Mercurio retrógrado

“esta ciu­dad tiene un obje­to moral en la cabeza 

como un enorme hue­vo de piojo”

Roy Sigüen­za

La cer­ca eléc­tri­ca sobre el muro chis­porrotea sin poder alcan­zar a la luna. En la ron­da de la madru­ga­da vas por el par­que inte­ri­or, el edi­fi­cio de la redac­ción y los par­queaderos sin oír el estru­en­do del pabel­lón de las rota­ti­vas, en tus audí­fonos ade­lan­tas los vídeos de horós­co­pos. Rita olfatea tras tus botas, vuel­ven a la gari­ta, a las pan­tallas y sen­sores en laten­cia. El jeep que se fue por el pun­to ciego de las cámaras dejó pin­ta­do Sol de aguas en el muro de con­trafrente. Revisas el con­mu­ta­dor cen­tral, todo parece estar bien, tan fácil de estropear. 

Cuan­do sub­ías por la Av. Simón Bolí­var, tu moto empezó a echar aceite y a pati­nar bajo la llu­via. Cal­cu­las y no sabes cuán­do podrás sacar­la de la mecáni­ca. Tu visa de tra­ba­jo se ven­ció y no te alcanzó para ren­o­var­la. “O te largas o te bajo el suel­do”, dijo el super­vi­sor sin mirarte. No hubo aguinal­do en diciem­bre. En el reci­bo de la quin­ce­na hay un des­cuen­to por unos uni­formes que nun­ca te dieron y una nota con negril­la al final: “Cualquier reclamo sig­nifi­cará la sep­a­ración del puesto sin liq­uidación”.  De tan­to hablar sobre cómo tra­jeron a sus her­manos o a sus pri­mos, de los giros que envían a su madre, dejaste de ver a tus com­pa­tri­o­tas. Más sal­i­das con ellos y te quedarías sin comi­da ni MetroBús. Sobre la mis­ma chamar­ra des­col­ori­da aho­ra se te cae el pelo. En los videos de tarot vas direc­to a la parte del dinero. Llueve y llueve sobre tus sueños de provin­cia. Cuan­do vuelves a tu cuar­to te espera la gotera que cae del techo.

Encendiste la sire­na y sal­iste a ahuyen­tar a los que escarba­ban en el con­tene­dor de basura, la per­ra se te pegó a los agu­jeros de tus zue­las. La metiste en secre­to a la gari­ta. “Rita es mejor que cualquier alar­ma y los va a acom­pañar en las ron­das”, les dijiste a los demás guardias. Le romp­iste la boca al que te gritó ¡lár­gate a tu país! y la acep­taron. Com­partías la comi­da con ella, lamía tu mano para que el super­vi­sor no te sor­pren­da dormi­do. No te impor­ta hac­er fila para que te apre­tu­jen en el MetroBús, así otros alien­tos te rozan. Cuan­do lle­gas al turno de la tarde, cruzas hacia la esquina, den­tro del local de salchipa­pas al que nun­ca has entra­do, otra vez están allí. El volta­je en los ojos de la del pelo ondu­la­do, recogi­do en la nuca, te que­bró el pul­so. Lle­ga el jeep y se lev­an­tan para irse. Cuan­do te piden el parte, dices sin novedad.

Fría, ran­cia y cara es la comi­da de la cafetería a la que no se te per­mite entrar. El cajista era de más antigüedad, fue el úni­co del diario que te respondió el salu­do. Baja­ba a com­er con­ti­go en la gari­ta si sus turnos coin­cidían. El rece­so es para fumar si no hay super­vi­sores a la vista. Ter­minó su café, acari­ció a Rita, que esta­ba pan­za arri­ba, y te dijo: 

— Esta es una tier­ra de gente ingra­ta y mezquina. Llévese a la per­ri­ta, la geren­cia ape­nas tol­era al estanque de pirañas des­den­tadas y sin ale­tas de la redac­ción. La car­roña que les tiran las mantiene flotan­do en su pro­pio veneno. Al que se le ocur­ra usar el suple­men­to del domin­go para que no se le manche el piso al pin­tar las pare­des, se la va a der­rum­bar la casa. Este diario ya venía mal des­de antes de que se lo vendier­an al Gno­mo, el blan­queador del Gol­fo. Puso un nue­vo edi­fi­cio y un estu­dio de tele­visión, está furioso, para encon­trar anun­ciantes primero los tiene que coimear. 

Para des­pedir­lo sin liq­uidación lo enjui­cia­ron por un robo de mate­r­i­al que nun­ca sal­ió de la bode­ga. La camione­ta sal­ió del pun­to ciego. En el muro de con­trafrente volvieron a pin­tar: Fla­ge­lo de Miel. Pasas el parte y repites todo nor­mal. A veces lamen­tas que haga sol, no vas a encon­trar a la gotera cayen­do en mitad de la habitación. Tu pieza no tiene armario, es inútil volver a pedirle a la dueña que te traiga el que prometió. Guard­abas tu ropa en la male­ta con la que lle­gaste, como si tuvieras a donde volver. Cuan­do entraste, una nue­va gotera, más grue­sa y ráp­i­da, caía en mitad de tu male­ta, abier­ta, enci­ma de la úni­ca foto des­col­ori­da que guardabas. 

Se te eriza la nuca cuan­do mur­mu­ran detrás de ti. Sería más fácil enten­der­se con un chi­no que con alguien de aquí. Cuan­do oyen tu acen­to en la tien­da la veci­na te tra­ta mal y te cobra más caro. Si quieres unas pilas y no las tienen vas a la de enfrente a bus­car­las; por haberte vis­to venir de los abar­rotes del otro lado de la calle no te las venden, aunque las ten­gan en la vit­ri­na, y te alzan la voz como si les debieras. Los huevos y la leche que sacaste de la fun­da esta­ban podridos.

Mueves la cámara y lo úni­co que ves son las patas de Rita entre la tapa del con­tene­dor de basura a la entra­da del diario. Bajaste cor­rien­do del MetroBús, cuan­do la lev­an­taste aún se retor­cía. Fue orden de la geren­cia. Tienes la gar­gan­ta llena de are­na.  Las pan­tallas ya no son pun­tos bor­rosos, una mul­ti­tud avan­za, camiones de gente con palos en la mano. Abres el con­mu­ta­dor y arran­cas los cables. Por la calle de atrás vuelve el jeep, viene con una camione­ta detrás. Dejas abier­to el portón corredi­zo, al salir de la gari­ta, la tra­bas con un tubo. Ningu­na cámara grabó cuan­do entraste al cuar­to de máquinas a cor­tar la cor­ri­ente, inmedi­ata­mente se encendieron los reflec­tores de emer­gen­cia del par­queadero. Oyes vidrios que­brán­dose en el pabel­lón de las rota­ti­vas. Para incen­di­ar una imprenta sólo hay que provo­car a sus flu­i­dos inte­ri­ores, pero estarás muy lejos de las lla­mas elevándose.

Fotoilus­tra­ciones por Fran­cis­co Galárraga