PostApocalipsis Nau

Por una pipa perdida

Fotoilus­tración por Fran­cis­co Galár­ra­ga.

In memo­ri­am de Car­los Busqued

Car­gas y encien­des. Sueltas una bocana­da larga. La made­ja que se lev­an­ta de tu pipa de vidrio te deja ver que este día tam­poco existe. Al pabel­lón vacío lle­ga una chamusquina que se lle­va tus volu­tas a los nidos de la llu­via. Car­gas otra vez y absorbes más fuerte. Dejas la pipa aún lado. Más ráp­i­da en el frio, zur­da y de yemas ásperas, del labio mordis­quea­do al labio sedi­en­to, pausa para sacar otra bocana­da de las rocas. Una pala y un azadón sobre mon­tícu­los de ripio, nadie espián­dote, nadie que se abal­ance a donde tu muñe­ca y tus dedos se anillan.

Los corre­dores están ilu­mi­na­dos al bajar por los últi­mos pisos, aulas casi ter­mi­nadas, de pocos pupitres, con enormes pan­tallas tác­tiles, cámaras recién insta­l­adas y luces, mon­i­tores apa­ga­dos y sin cablear. A esta hora en que no suele haber nadie, hay silue­tas en los corre­dores, pasos que resue­nan. Te desvi­aste por una zona de salas de cristal blinda­do que no conocías. Cuan­do ibas hacia el fon­do para volver a tu pipa antes de irte, pasaste frente a una sala ocu­pa­da. Se vol­tearon a mirarte, uno de ellos, el que habla­ba frente a las dia­pos­i­ti­vas, te son­río, sus miradas eran como una balacera.

— Mar­i­ana, casi nun­ca te veo en clase, era tu últi­mo semes­tre — No la viste venir, la Dra. Altuna frente a ti, empez­a­ba su clase con con­se­jos para la luna nue­va en Aries o sobre el ocho de espadas, ter­mina­ba vociferan­do con­tra la vul­ga­ta que ame­naza al lib­er­al­is­mo — Si nece­si­tas algo tienes mi número, decían que te uniste a los… — Te fuiste dán­dole la espalda.

Fal­ta poco para el cam­bio de hora, miras al tum­ba­do para no encon­trar a nadie más en las escaleras eléc­tri­c­as. A marea que hora­da la rompi­ente hue­len tus dedos cuan­do bor­ras los men­sajes de tu celu­lar. En el espe­jo del baño te rec­o­giste el pelo, ojeras como escaras de tan­to vig­i­lar los pasil­los de la pen­sión al amanecer para no encon­trarte con la portera. Por suerte aún no te cam­bian el can­da­do de tu pieza como la vez pasa­da, pero no sabes cómo con­seguir para el arrien­do. Vas a las entre­vis­tas de tra­ba­jo para que te recha­cen. El primer pago del prés­ta­mo para la peor fac­ul­tad de comu­ni­cación se aprox­i­ma y te dan nau­se­as. Alguien pasó detrás de ti rozán­dote, sobre el lavabo había un volante empa­pa­do y roto: …Una torre solo está ter­mi­na­da cuan­do la derriban…Inmunizará Papá Soroche.

Al cruzar por el patio no entien­des tan­ta prisa, los corre­dores llenos. “No, no serás pin­to­ra”, te dices mien­tras pasas a su lado, “sino cajera del Ban­co Glob­al. No, no eres biól­o­go, eres cajero del Ban­co Glob­al. No, no serás peri­odista, sino cajero del Ban­co Glob­al. No, no eres académi­co, eres cajero del Ban­co Global”.

Den­tro de la cafetería se arremolin­a­ban bajo los tele­vi­sores de las colum­natas y el mostrador. “No hay molinete ni gari­ta que no serán pisotea­d­os”, decía la chi­ca que comand­a­ba la invasión a El Financiero. Ella tenía la gar­gan­ta que le falta­ba a tu voz. De las tor­res de la González Suárez se desen­rosca­ban hacia el cielo sier­pes de humo y lla­mas, la señal era inter­mi­tente, aún no se sabía si empezó en los esta­cionamien­tos del sub­sue­lo o por las avione­tas que se les incrus­taron. Gri­tos y lloriqueos por la ocu­pación de Nayón, por los shop­pings saque­a­d­os, los restau­rantes y las bou­tiques incen­di­a­dos. “Ha rebro­ta­do la comu­na, las mis­mas piedras con la que no pudieron enter­rarnos están llovien­do sobre ust­edes. Les devolve­mos el miedo, aho­ra nosotros ocu­pamos la jus­ti­cia, Para los que abrieron los ojos, en esta legión está su hog­ar, pues el der­rumbe pide mutación” …

Metiste la mano al bol­sil­lo y tu pipa ya no esta­ba. Te regre­sas cor­rien­do. No oíste nada. Un mil­lar de agu­jas te lev­an­tó para dejarte caer pesada­mente sobre las escali­natas de la entra­da. Vidrios en el piso, tar­daste en darte cuen­ta que los jirones y la san­gre no eran tuyos. Coje­an­do, con las rodil­las ras­padas, los viste llegar.

— Por acá se sube más rápi­do al rec­tora­do, dices indicán­doles las escaleras.